Plañidera, detalle de la tumba de Miguel Ángel Buonarrotti, obra de Giorgio Vasari. Iglesia de la Santa Croce, Florencia.
El Poder Judicial y el Banco Central son dos instituciones básicas
del Estado moderno cuya razón de ser original era utilizarlos como contrapesos con
la intención de promover la igualdad relativa de los ciudadanos y prevenir los
abusos de los más fuertes. Ahora, y en tanto no se remedie la grave dislocación
existente, ambas han quedado colocadas al margen de todo control de la sociedad
civil. Se les supone una “legitimidad” superior por el hecho de ser “apolíticas”
– cosa que se afirma con reiteración no obstante las numerosas pruebas en
contrario –, y en principio no están obligadas a rendir cuentas a nadie de sus
actuaciones, ni a corregir sus errores, ni a justificar sus decisiones en
ninguna especie conocida de “bien común”.
Dejo a un lado en esta nota la situación del poder judicial
(vergonzosa), y me detengo un instante en el Banco central a partir de lo que
está ocurriendo en Europa, donde los reflejos opacados de ideología vienen
sustituyendo a algo que se seguía llamando hasta hace muy poco “gestión
tecnocrática”; y en España, donde la sustitución del señor Hernández de Cos
está dando lugar a debates y empellones que vienen a demostrar la sustancia
política del cargo y su trascendencia.
Me ha llegado mientras tanto, de un articulista de prensa bien
informado, el término “capitalismo de los bancos centrales”. Lo ha acuñado al
parecer Joscha Wullweber, que según leo en una sucinta nota en Google es
profesor de Economía Política, Transformación y Sostenibilidad en Heisenberg
(probablemente algún Instituto Heisenberg de Ciencias, porque no existe que se
sepa una Universidad de ese nombre). El quid del asunto está para el estudioso
citado en que dista mucho de ser cierto que los bancos centrales regulen la
política monetaria de los países o grupos de países desde criterios rigurosos de
neutralidad y apoliticismo. Del capitalismo a secas pasamos en su momento al
capitalismo “financiero”, y este tiende a escorarse más aún en un sistema
gobernado desde las sombras de los despachos bancarios y que mediatiza en buena
medida los resultados obtenidos.
Los bancos centrales siguieron todos a una las tesis económicas
neoliberales cuando se produjo el feroz crac de la economía mundial en 2008. La
regla de la austeridad y del no endeudamiento público transfirió un volumen gigantesco
de deuda a bolsillos privados de ciudadanos desprotegidos de cuentas corrientes
confortables; y la consigna de la bajada de impuestos a los ricos para
incentivar la producción, acabó de redondear un modelo económico en el que la
producción de riqueza al modo concebido por la economía tradicional se vio
sustituida por la extracción sistemática de rentas de las clases más
necesitadas.
Un ejemplo reciente y claro: el gobierno concede ayudas a
los inquilinos para contrarrestar la presión al alza de los alquileres, y de
forma prácticamente automática los caseros responden con una nueva subida del
alquiler, de forma que la nueva renta es absorbida y va a parar a los mismos
bolsillos. No se ha producido ningún nuevo valor ni incremento de prosperidad: la
única motivación del alza del alquiler ha sido succionar las ayudas públicas recibidas
por quienes no tenían otro remedio que aferrarse por encima de todo a su
vivienda como bien indispensable.
Al redirigir la deuda de esta forma e impedir de hecho las
políticas sociales por parte de gobiernos progresistas, los bancos centrales
están asumiendo tareas de redistribución antiigualitarias.
“¡No somos nosotros, es el mercado!”, dicen, como lo dijo
en su día Rodrigo Rato. Pero no es un libre mercado, sea cual sea y esté donde
esté en la actualidad esa vieja quimera, sino un mercado milimetrado y
condicionado al máximo por unas medidas “apolíticas” dictadas sin contar con consenso
social y que desvirtúan los campos de la oferta y la demanda en beneficio de
los rentistas.