Se han cumplido
ochenta años del golpe militar que llevó al general Franco al poder, y a España
a una conciencia colectiva marcada por un brote paranoico que tiende a
confundir y a enredar los conceptos y a variar a conveniencia los puntos
cardinales de la ética. La Historia, con mayúscula, escrita por los vencedores,
se ha encargado de establecer una síntesis según la cual aquello fue una lucha
de España contra la Antiespaña, en la cual se impusieron a fin de cuentas los
valores eternos. No hubo una dictadura sino un "régimen autoritario", cuidadoso
de preservar la sagrada unidad, la sagrada religión, y las normas elementales de
convivencia frente a la barbarie marxista. Determinados aspectos poco
ejemplares del régimen franquista se omiten en esa síntesis muy edulcorada; se
silencian, por ejemplo, y se pone toda clase de obstáculos al rescate de sus
huesos, las decenas de miles de fusilados enterrados en las cunetas, y los exterminios sistemáticos de varones, mujeres y niños en pueblos "rebeldes". También se empequeñece el
número de las víctimas, a imitación de otros “especialistas” que niegan las cifras del
Holocausto judío: «no fue para tanto…» Hubo algún exceso, se reconoce a
regañadientes, pero todo era para bien, porque lo que pretendía la barbarie
marxista era destruir España.
Franco fue un
padrazo, Millán Astray un hombre “íntegro” con inquietudes sociales. Sí, gritó
en una ocasión «Muera la inteligencia y viva la muerte», pero son cosas que no
deben sacarse de su contexto. Etcétera. Para resaltar la hombría de bien de los
asesinos, la historia oficial no ha dudado en embarrar la personalidad y la ética
de las víctimas, que también luchaban por España, aunque por una España
diferente, no anclada en unos presupuestos eternos y por consiguiente
inamovibles.
En el Born se ha
inaugurado una exposición sobre «torturas e impunidades», bajo el título «Això
em va pasar», esto me pasó. Les encarezco calurosamente que vayan a visitarla. Comisariada
por Javier Tébar, César Lorenzo y Jordi Mir, su sustancia consiste en presentar
testimonios personales de “cosas” que también sucedieron pero fueron
silenciadas por la historia oficial. Se adivina, a través de los relatos
escuetos y en primera persona de una muestra mínima de personas afectadas, la
arquitectura gigantesca de la represión, su carácter sistemático y omnipresente,
su racionalidad aberrante pero tangible, su siniestra eficacia. Un régimen como
el de Franco no dura cuarenta años porque sí. No hubo un poco de mano dura para
señalar el camino correcto a quienes (ínfimas minorías fuera cual fuese su
número) se extraviaban o se desmandaban, sino un plan completo de aplastamiento
de toda disidencia, de aniquilación de toda aquella porción de la realidad del
país que en la mente del dictador llevaba la etiqueta de «demonios familiares».
Le debemos un favor
más al historiador Javier Tébar Hurtado, un hombre empeñado en rescatar las historias
no oficiales, las de los de abajo, las que los vencidos no pudieron escribir y
la epopeya de la contestación cada vez más numerosa y más firme a un estado de
cosas progresivamente más insufrible para la sociedad española a medida que los
años pasaban y la historia corría en otros lugares mientras seguía secuestrada,
amordazada e inmovilizada en nuestro país.
Le debemos también
un favor más al actual Ayuntamiento de Barcelona. Como en tantas otras
iniciativas, se ha alzado un coro de voces en contra de la muestra del Born.
Que había una estatua ecuestre de Franco (descabezada), que eso era hacer el
juego a no sé quién. Siempre será más útil recordar lo que en efecto pasó (“lo
que me pasó a mí”, un matiz importante por su mayor valor pedagógico) que no dejar
en el olvido un capítulo siniestro del país que somos todos.