miércoles, 30 de marzo de 2016

EL OFICIO DE TRADUCIR


Leo en Público un artículo de Juan Losa (1), en el que comenta un ensayo de Javier Calvo sobre el oficio de traducir. Me siento muy próximo a lo que dice Calvo sobre esta cuestión; o sea, que se trata de un trabajo que exige un esfuerzo mental intenso y continuo, y que está insuficientemente pagado, por lo general.
Preciso: una traducción bien hecha está, seguramente, mal pagada. Porque no es fácil traducir bien. En este asunto, como en tantos otros, existe una relación calidad/precio, que puede ser buena, mala o regular. Pero ningún editor paga más cuando constata la buena calidad del trabajo que le presenta un traductor: paga (cuando paga, que de todo hay por esos mundos) lo convenido según mercado, y ya está. Cuando la traducción es mala, pero no horrenda, paga exactamente lo mismo y pide a un corrector de estilo que mejore el resultado. El corrector percibe por folio bastante menos de la mitad de lo que ha cobrado el traductor, y no se le reconoce ningún derecho de autoría. Desde esas premisas, es lógico suponer que la calidad del resultado no se habrá elevado gran cosa después del paso de su bolígrafo por el original defectuoso.
Es una necedad hablar de la «conciencia trágica de que traducir un libro significa, en mayor o menor medida, acabar con él.» Más todavía, postular con Thomas Bernhard que un libro traducido es un cadáver irreconocible. Bernhard estaba siempre enfadado con todo el mundo, de manera que nadie debe hacerle mucho caso cuando se entrega a sus furibundas rajadas. Que, por cierto, yo he leído siempre traducidas. Eso debería significar algo, sumado al hecho de que prácticamente nadie lee en su idioma original el libro de los libros, el mayor best seller de la historia de la humanidad, la Biblia. Desde los presupuestos de Bernhard, no estaríamos situados en la sociedad de la comunicación, sino de la incomunicación. Es obvio que no ocurre así, y que la traducción se configura como un elemento imprescindible, y en parte ya automático, de nuestra forma de percibir y abarcar el mundo que nos rodea.
Señala Javier Calvo que la traducción es «la mejor escuela retórica y técnica que pueda haber». Coincido con él, y lo aplaudo. Traducir requiere un gran amor a la lengua y un esfuerzo continuo por verter un contenido valioso en un molde no previsto para él. Por supuesto, se trata de un esfuerzo creativo. Por supuesto, hay que aprender a traducir, no es algo que se pueda improvisar a partir de unas dotes naturales.
Porque no se trata de trasponer cada palabra, cada giro sintáctico, a sus equivalentes en una lengua distinta. Esa sí sería una tarea imposible: no existen equivalencias absolutas entre dos lenguas. Incluso, dentro de una misma lengua, hay muchas formas distintas de decir la misma cosa. En el lenguaje poético de Juan de Mairena, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa podía expresarse con la frase: “lo que pasa en la calle”. Y prueben a darle a un traductor automático poco sofisticado, para traducir en el idioma que prefieran, la frase: «Prohibido hacer aguas mayores y menores debajo de la puente.»
Cada “forma de decir” en una lengua supone una elección de la “forma de traducir” a otra distinta. La traducción exige una labor conceptual y un esfuerzo de aclaración del pensamiento del autor, en beneficio del lector, que pertenece a una esfera lingüística y cultural distinta de la de aquél. Al margen del pago que reciba el traductor por su trabajo, se sentirá satisfecho de sí mismo si considera que ha logrado el equilibrio adecuado en el tono, en el ritmo, en el nivel retórico desde el que se expresó el autor lejano; si se siente razonablemente seguro de que el lector va a recibir un mensaje, elaborado por él, más o menos equivalente en todos los aspectos al original.
Podrá el traductor ser, o no, un escritor frustrado, eso no hace al caso. Lo importante para sí mismo y para sus lectores es que ejerza su oficio con tino y con discreción.
 


 

martes, 29 de marzo de 2016

EL VIRUS DE LA COMPETICIÓN EN EL DEPORTE Y EN LA POLÍTICA


Según la politóloga italo-neoyorquina Nadia Urbinati, el deporte de competición y la política democrática son falsos amigos. Es decir, existe una tendencia a concebir el proceso electoral en las grandes democracias como una competición nebulosamente deportiva seguida con entusiasmo por una masa anónima de telespectadores a los que corresponde, en el día señalado, elegir el vencedor de la contienda con su papeleta de voto (en breve plazo, con su voto electrónico, para mayor comodidad personal del ciudadano y precisión añadida en el recuento). Algunas características de la actual carrera por la nominación a la presidencia de Estados Unidos entre Trump y Cruz de un lado, y Clinton y Sanders de otro, reflejan esta situación, jaleada por los medios con un seguimiento exhaustivo y una exposición prácticamente ininterrumpida de los líderes ante las cámaras. Los cuatro años que transcurren entre fervor y fervor electorales son concebidos, desde esta óptica, como un intervalo de sosería solo aliviado esporádicamente por atentados terroristas, declaraciones de guerra, y bodas de príncipes de sangre con princesas del pueblo.
No hace falta decir que esta concepción de la política desvirtúa gravemente la idea misma de la democracia, que consiste en la participación y en la colaboración de todos en la gestión de las cosas comunes. La idea misma de que la competición política acabe con un vencedor y un vencido, es una deformación de la aspiración democrática a que “todos” gobiernen, y el juego de mayorías y minorías no sea un coto cerrado a cal y canto, sino que se mantenga abierto cada nuevo día para acoger proyectos, ideas e iniciativas que el día anterior no existían. Esa idea emblemática (y falsa) de la necesidad de vencedores y vencidos está también, lo señalo de pasada, perjudicando la aparición de una solución al vacío de gobierno en España. En lugar de recontar febrilmente votos probables y abstenciones posibles, y de plantearse una y otra vez la pregunta de “¿quién gana?”, se deberían centrar las negociaciones de las partes implicadas en las cosas que conviene hacer durante los próximos cuatro años.
A la inversa, una determinada idea de la política como fórmula y símbolo de un éxito que se extiende más allá del ámbito que le es naturalmente propio, contamina las esencias del deporte de competición. Se cuentan, y mucho, las medallas y los podios en los campeonatos mundiales y en los juegos olímpicos. Suenan los himnos y se alzan las banderas. Toda la escena del reparto de premios se desarrolla en un tono cuasi religioso, y el telespectador tiende a transmutarse en el/la atleta que luce los colores propios en la camiseta, de modo que no es la excelencia atlética lo que admira, sino en todo caso la excelencia de los “suyos”. El mecanismo favorece un culto a la personalidad similar al que se genera en política. Gentes a quienes no interesan de forma particular las complejidades de la natación sincronizada se sienten ofendidas en el centro mismo de su ser por el hecho de que el equipo español no se haya clasificado para los juegos de Río. Y ese resulta ser un fracaso nacional, no un traspié puntual de una decena de chicas.
Lo cual genera un rebote peculiar, que se corresponde con el fenómeno de la corrupción en política. Los dirigentes deportivos (los Blatter, Platini, Villar, etc.) van a parar a los mismos pasillos de los tribunales que los políticos; y las sospechas de dopaje, de soborno de jueces o amaño de resultados, equivalen a las trampas, las comisiones ilegales y las financiaciones en negro de los círculos políticos. Las dos realidades, política y deporte, reflejan, como espejos colocados en paralelo, una determinada religión del éxito a toda costa que convoca una realidad idéntica siempre a sí misma y que se repite una y otra vez hasta el infinito.
 

lunes, 28 de marzo de 2016

LA BIRRIA Y LA QUE NO ES BIRRIA


No tiene razón Eduardo Mendoza cuando advierte que casi todo lo que se publica hoy son birrias, y sí la tiene José Luis López Bulla al señalar que no puede mantener tal opinión con fundamento quien no haya leído previamente por lo menos casi todo lo que se publica (1). Rectifico, pues, con gusto la adhesión acrítica que presté a Mendoza en mi post sobre las crónicas griegas de Gaziel (2).
 Voy a ir un poco más lejos por ese camino, rectificándome a mí mismo aunque sin flagelarme. Diré, pues, que vale más leer una birria que no leer nada. Lo cual es un argumento poderoso en un momento en el que, al parecer, se está perdiendo entre los jóvenes el hábito de la lectura, y tal vez las editoriales optan por incluir en sus catálogos birrias manifiestas, en un esfuerzo desesperado por recuperar lectores.
Voy a moverme exclusivamente en el terreno empírico, no entraré en abstracciones ni en tantos por ciento. No despegaré los labios para hablar bien ni mal de las tropecientas sombras de Grey porque me he mantenido a prudente distancia de dicho fenómeno sociológico, por si acaso. Sí he intentado leer un best-seller sobre un viejo de cien años que saltó por la ventana del asilo, y me detuve hacia el capítulo cinco para evitar entrar en un ciclo mental depresivo potencialmente peligroso. También he abandonado in medias res la lectura de un thriller relacionado con lo que vio una chica por la ventanilla del tren. «¡No podrás dejarlo!», me prometía – o amenazaba – la banda publicitaria que rodeaba el volumen. Pero sí pude; lo que no pude es seguir leyendo. Dejé el libro a un lado sin remordimientos porque la vida es breve y la lista de libros que vale la pena leer es, en cambio, muy larga.
No es mi intención aleccionar a nadie en este asunto. La libertad de lectura debería ser tan sagrada como la de expresión. Y aprovecho la circunstancia para enviar un abrazo solidario a la poeta Dolors Miquel, a la que pretende empapelar la muy rancia Asociación Española de Abogados Cristianos. Como ya se ha dejado escrito en alguna ocasión en este blog, quienes exigen respeto deben empezar por respetar las opiniones diferentes a las suyas. «No juzguéis y no seréis juzgados» son, también, palabras de los evangelios que intenta defender de forma extemporánea dicha asociación.
Lea, pues, libremente quien le guste, e interrumpa la lectura con la misma libertad quien no saque de ella provecho y disfrute. Recomiendo, no obstante, andarse con ojo con las listas de libros más vendidos que exponen las librerías en lugares preferentes. Las cifras de ventas no demuestran nada. Aun corriendo de nuevo el riesgo de generalizar, sostengo que de ciertos grandes éxitos de ventas puede decirse, con una pequeña modificación, lo mismo que declara una copla antigua y muy popular: «La pena y la que no es pena / toda es pena para mí. / Ayer lloraba por leerte, / y hoy lloro porque te leí.»
 



 

domingo, 27 de marzo de 2016

EUROPA HECHA PEDAZOS


El Brexit ha dejado de importar demasiado, ¿qué más da que Gran Bretaña se vaya a ir del todo de Europa si ya, para la mayoría de los efectos, casi no está? En cuanto al liderazgo de la señora Merkel como nueva Dama de Hierro de los destinos comunitarios, después de unos inicios que prometían un rigor inflexible y una disciplina prusiana, se deshilacha entre medidas que no se cumplen y recomendaciones que caen en saco roto. No solo es un fracaso la política común; también lo es la policía común. Los cazabombarderos belgas saldrán en misión salvífica a bombardear al ISIS en Siria, cuando tienen al enemigo real acantonado en Molenbeek.
Es la idea misma de Europa, de una unión europea, lo que ha entrado en crisis en estos días. La crisis había empezado por la moneda común, pero ahora la moneda común es casi el único interés compartido, casi lo único que mantiene en pie el tinglado.
Permítaseme apuntar que una Europa concebida desde los principios del neoliberalismo financiarizado no tiene puñetero sentido. La lógica del egoísmo capitalista y del beneficio privado se compadece mal con políticas dirigidas a la cohesión social, a la compensación de las desigualdades de partida, y a la tutela escrupulosa de los menos favorecidos. Una política así serviría de red de seguridad eficaz contra el terrorismo de barriada, que es el realmente existente, y no una tenebrosa conspiración mundial. Pero la receta que se elige es la de incrementar el renglón del gasto militar y las hazañas bélicas, a sabiendas de que esa opción repercutirá en nuevos recortes sociales en las barriadas del extrarradio de las capitales europeas, donde la falta de oportunidades más absoluta hace que florezcan juntos la miseria, el lumpen y el fanatismo suicida y homicida.
La última ampliación de la Unión creó un espejismo de prosperidad publicitado en todo el mundo con grandes ditirambos, pero que murió de éxito en 2008 con el anuncio de la quiebra de Lehman Brothers. De paso, la idea peregrina de una gobernanza científica infalible basada en los indicadores globales de los mercados ha resquebrajado los fundamentos de la práctica de los estados participantes y hecho virar ciento ochenta grados los presupuestos de sus políticas económicas. El objetivo último ya no es la prosperidad de las personas, sino la contención de los presupuestos; no la salud pública, sino el recorte en el gasto de la sanidad; no la vivienda al alcance de los más humildes, sino la vivienda de los más humildes como tema de especulación de los fondos buitre. Etcétera.
Esta etapa aciaga de la historia de Europa está dirigida por una generación de dirigentes anodinos, borrosos, dóciles a los estímulos que reciben de los círculos de las altas finanzas. No Juncker ni Merkel, sino Draghi es hoy por hoy quien exhibe músculo y capacidad de iniciativa en la Unión. La gestión del problema de los refugiados llevada a cabo por Donald Tusk debería haber impuesto su recambio fulminante, pero nadie en las esferas comunitarias parece incomodado por Tusk.
Obviamente, tampoco desde las trincheras de las naciones se cuestiona este tipo de política común. Todos callan y reman. Reman en la misma dirección probablemente, pero no es la dirección de una Europa más grande y fortalecida, sino la del Grexit, el Brexit y los demás “exits” en potencia. En una palabra, el retorno de cada cual a su covachuela de origen.
 

sábado, 26 de marzo de 2016

GAZIEL EN MONASTIR


Eduardo Mendoza tiene razón al decir que casi todos los libros que se publican actualmente son una birria. Hago hincapié en el “casi”. Hay excepciones, y he tenido la ocasión de dar con una de ellas por recomendación de mi hijo Carles. No se trata exactamente de una novedad, y tampoco de una ficción novelesca, sino de una recopilación de crónicas de Agustí Calvet “Gaziel”, escritas para La Vanguardia en el año 1915 y recogidas bajo el título De París a Monastir (Libros del Asteroide, 2014; prólogo de Jordi Amat).
Lo que tiene de útil el relato de las aventuras bélicas vividas en Oriente hace ya un siglo por un periodista muy joven, de inteligencia despierta y ojos muy abiertos, es que nos proporciona claves valiosas para entender no solo su época, sino por añadidura el complejo conflicto de los Balcanes en los pasados años noventa, e incluso el mismísimo presente con el que tenemos que lidiar. En 1915 la Gran Guerra es joven; dura aún el estupor provocado en las cancillerías por el atentado que ha costado la vida en Sarajevo al heredero del trono del imperio austro-húngaro, el archiduque Francisco Fernando. Europa no está unida (tampoco entonces) contra el terrorismo; la división es profunda, las posturas irreconciliables. Gaziel constata el fervor patriótico que se vive en París, donde los preparativos para una guerra cada día más próxima lo impregnan todo. Lo contrario sucede en Génova o en Nápoles, etapas sucesivas de su viaje mediterráneo; allí la vida sigue como si nada estuviera pasando, y la guerra lejana aparece solo como retórica de café: el periodista es objeto de varios desaires por el hecho de ser español, y en consecuencia sospechoso de simpatía por los imperios centrales; el héroe del momento es el general Cadorna, del que todos piensan que conducirá de forma infalible a las tropas italianas a la recuperación de los territorios irredentos del Trentino y de Trieste.
En Grecia, oficialmente neutral en el conflicto, Elefterios Venizelos, el jefe del gobierno, partidario convencido de la Cuádruple Alianza, mantiene un pulso indisimulado con los reyes Constantino y Sofía, que por nacimiento y cultura sienten fuertes simpatías por los imperios centrales. La Grecia independiente tiene por entonces una historia de apenas ochenta años, una carencia casi total de infraestructuras modernas, y una población cubierta de un espeso poso oriental herencia de la dominación otomana, que no entiende de política y solo aspira a que le dejen administrar en paz una existencia mísera. La situación, imposible para un país que es una mezcla confusa y desordenada de razas y culturas, se agrava por la presencia en Salónica de dos cuerpos de tropas, francés e inglés, acuartelados en dos campamentos sutilmente diferentes y dispuestos para el combate, pero con orden expresa de no intervenir en el descuartizamiento de Serbia que tiene lugar entre tanto en el norte. Allí, una ofensiva de carácter punitivo de austríacos y búlgaros está avasallando toda resistencia; se procede de forma sistemática al fusilamiento de los soldados que se rinden a su avance y al ahorcamiento de los civiles que permanecen en sus casas, y a quienes se considera como terroristas en potencia.
Se produce un éxodo doloroso desde las regiones balcánicas de la Serbia meridional, la actual República de Macedonia, en dirección a Grecia. Y en un juego de espejos con la situación actual, son entonces los griegos quienes cierran su frontera a la avalancha, para no comprometerse con las naciones beligerantes y por temor al tifus exantemático del que pueden ser portadores algunos de los fugitivos.
Con esta la tragedia se tropieza Gaziel en el curso de sus andanzas, y la narra con una maestría y una economía de recursos espléndida. Sorprende la claridad de su voz, en una época en la que la información carecía de las sofisticaciones tecnológicas actuales. No cabe duda de que cuenta a sus lectores la verdad, tal como la está viendo. Lo que se nos ofrece hoy en las noticias oficiales y extraoficiales sobre los refugiados llegados del este o del sur, es una cacofonía burdamente manipulada. Lean a Gaziel y disfruten del contraste.
 

viernes, 25 de marzo de 2016

ESTE NO ES MI CONGRESO, QUE ME LO HAN CAMBIADO


Mariano Rajoy se ha “mineralizado”, en comentario de un cronista político. No sabe, y sobre todo no contesta. Sigue “en funciones”, pero no está dispuesto a dar cuentas a nadie del contenido concreto de esas funciones. Se le supone dispuesto, en coherencia con toda una larga trayectoria anterior, a comportarse “como Dios manda”, pero en el pack completo de ese mandato divino cuchicheado a su oído no se incluye ninguna forma de explicación pública de su conducta.
Quizás el secreto sea que no está haciendo nada, y por esa razón no tiene nada que contar. Ya no dispone de un rodillo con el que apisonar a la oposición en el congreso, de modo que carece de alicientes para presentar aquellas iniciativas legislativas tremendas que los brazos de madera de su bandería le jaleaban con alboroto mitinero según la vieja y añorada fórmula chulapa revivida históricamente por Andrea Fabra: «Que se jodan».
Este ya no es “su” congreso; alguien se lo ha cambiado después de su última noche electoral triunfal, el pasado 20D.
Su tesis: puesto que no cuenta con la confianza de “este” congreso, no tiene por qué dar explicaciones al mismo. Es un argumento subversivo. Pero sobre todo, es un argumento sin futuro. Mariano se siente como Custer en Little Big Horn, rodeado de sioux con rastas o con bebés amorrados al pecho, que le lanzan jabalinas profiriendo gritos de guerra. Peleado con todos, abandonado de todos, malquerido en su propio círculo, transita sin honor desde la alta condición de augusto hacia la de apestado social. Podrá reclamar el puesto de registrador de la propiedad que tiene legalmente reservado en el escalafón funcionarial, pero es difícil que se abran ante él otras puertas giratorias: se ha labrado una fama merecida de perezoso, de inútil para las relaciones sociales y de metepatas. De “cuñao” en una palabra, la clase de persona que ningún director-gerente querría como adorno político del consejo de administración de su empresa.
Peridis pinta a Mariano inmóvil y amortajado en su ataúd, pero confiado en una próxima resurrección de entre los muertos. Es posible que sea así. Pero mientras sus pisadas de paquidermo sigan arruinando sin remedio el plantel de ambiciones frescas que afloran en su partido, no se ve con qué argumentos específicos espera montar la campaña electoral de sus ya escasos fieles para el próximo junio.
El problema no es que no cuente con la confianza del parlamento; es que ha perdido también la confianza de los poderes fácticos, que andan buscándole un sustituto a toda prisa.
 

jueves, 24 de marzo de 2016

LA CABEZA DEL SAYÓN


Cuando llega la semana santa, me vuelve el recuerdo de Gabriel y Galán. Las nuevas generaciones han gozado, eso es indiscutible, de ventajas que los de mi quinta nunca tuvimos. No es una de las menores el hecho de que los poemas de don José María hayan quedado más o menos sepultados bajo profundas capas de olvido. En aquel entonces, los dómines nos hacían analizar sintácticamente en clase estrofas de “Mi vaquerillo”. Y todavía dábamos las gracias, porque si el profesor tenía un día atravesado podía colocarnos algo de Quevedo, y aquello sí que era un palo. A ver dónde encuentras el sujeto, el verbo y los complementos en un cuarteto como este: «Mas no desotra parte en la ribera dejaré la memoria en donde ardía, nadar sabe mi llama el agua fría y perder el respeto a ley severa.» Un galimatías.
Mi padre decía que Gabriel y Galán era mal poeta, y yo le creí a pies juntillas, pero una de sus composiciones me produjo una gran impresión. Ocurría durante una procesión de semana santa de pueblo, y un rapaz, en un rapto vandálico de justicia poética, descabezaba de una pedrada al sayón que flagelaba a Jesús. Aquella gamberrada inconcebible recibía toda clase de alabanzas y gorgoritos por parte del poeta: «Cuántas veces he llorado recordando la grandeza de aquel hecho inusitado que una sublime nobleza inspiróle a un pecho honrado.» Por recibir parabienes semejantes me veía yo capaz de volar la cabezota de cartón, no ya de un sayón (fuera ello lo que fuere, en esa cuestión mis ideas no estaban muy claras), sino incluso de un centurión romano con casco y coraza.
Gabriel y Galán era un muermo, conformes. Pero su novedoso punto de vista en relación con las procesiones de semana santa en nuestra torturada geografía patria pondría un punto de originalidad y de emoción a unos festejos que adolecen de una monotonía previsible, por culpa de una rutina secular que ya va quedando desfasada en nuestra trepidante sociedad de consumo.
 

miércoles, 23 de marzo de 2016

POR DÓNDE PASA EL EJE DEL MAL


Las cosas no irán bien mientras sigamos empeñados en engañarnos a nosotros mismos. Leo en el editorial de El País de hoy: «Europa, unida contra los atentados terroristas.» ¿De dónde han sacado una idea tan peregrina? La Europa dividida ante los refugiados de la guerra siria, de hace cinco días, no se reconvierte de pronto a una unidad ficticia contra el terror. La troika sigue siendo la troika, los muros alzados y las trincheras cavadas con tanto tesón siguen presentes, y ni siquiera se puede esgrimir un gran consenso ciudadano sobre políticas de seguridad en abstracto. Europa está asustada, pero el miedo no une, al contrario.
“Je suis Charlie Hebdo, Je suis París, Je suis Bruxelles” es un sonsonete conocido, pero en cambio nunca se añade a la letanía el nombre de Utoya, y se rehúye situar en nuestro catálogo de monstruos a Anders Breivik, el neonazi escandinavo, en el mismo plano que Abdeslam, el musulmán yihadista. Como tampoco entran en el cómputo global de la amenaza terrorista barbaridades criminales como las de Columbine o Azotzinapa. Solo se percibe una amenaza exterior, nunca las amenazas internas. El eje del mal está siempre en otro lado, nunca en los repliegues del propio sistema, allí donde florecen las contradicciones inconfesadas que vuelven el mundo que habitamos cada día más inestable, menos sostenible, más peligroso.
Bush junior y sus amigotes inventaron en su día el eje del mal, en el que figuraban Saddam Hussein, Osama bin Laden y el de turno en Corea del Norte. Algunos jeremías cercanos a nuestras latitudes han añadido al censo maligno a los bolivarianos de todo tipo y a los nacionalismos periféricos. Siempre los otros, configurados como la expresión de lo negativo frente a las bondades implícitas del sistema.
Para que las cuentas cuadren, solo se computan como válidas unas muertes, y no otras. Pero mientras tanto repuntan las cifras de accidentes laborales fatales, sin contar las muertes debidas a pilotos de aviación decididos a suicidarse en compañía, o a conductores de autobús que no tuvieron antes de emprender viaje el descanso preceptivo. De una parte, el lucro codiciado empuja a bajar la guardia en las cuestiones de seguridad, y el resultado se asume con entera naturalidad; de otra parte, produce asombro y consternación el hecho de que algunos facinerosos (pero no todos, se omite a algunos de los realmente existentes) aprovechen esa guardia baja para propinar puñetazos dolorosos a un establishment basado en modos de vida y de trabajo inestables y descompensados.
Podrá hablarse de unidad cuando todos seamos Freginals, además de ser todos Bruselas. Cuando cale hasta el fondo una preocupación compartida por la seguridad de todos, por el bien común, con el acento agudo correctamente colocado en el concepto, no solo en la palabra.
El eje del mal existe ciertamente, pero no es privativo de nadie; es transversal.
 

martes, 22 de marzo de 2016

EL CULPABLE ERA SERGIO PASCUAL


No se puede reprochar a Pablo Iglesias que haya destituido a su secretario de organización; no es una decisión desafiantemente imaginativa, pero sí canónica, así en la nueva política como en la antañona. Ocurre lo mismo en otros campos de la experiencia. En las novelas policiacas con pedigrí británico que ya solo es posible conseguir en las librerías de viejo, si el baronet aparece en el capítulo dos en la biblioteca, tendido en un charco de sangre y con el mango de un puñal indio asomando por el plastrón de la pechera, las sospechas de los sabuesos recaen de inmediato en su mayordomo. Entre nosotros, dada la diferencia de clima y de costumbres, la figura del mayordomo tiene por ausencia caracteres borrosos y casi mitológicos, pero en la Inglaterra de entreguerras el mayordomo era el secretario de organización del baronet, con todas sus consecuencias. Léase al respecto la serie de novelas de P.G. Wodehouse sobre Bertie Wooster y Jeeves.
Y en el fútbol, ese terreno institucional tan próximo en muchos aspectos a la política, el puesto de secretario de organización equivale al de entrenador, y él es, en consecuencia, quien purga de preferencia en su persona las decepciones de los supporters. En ocasiones el sambenito ha ido a recaer en otra persona ajena por completo al asunto, como fue el caso de Iker Casillas, pero se trata de sucesos difícilmente explicables a menos que se admita la influencia en los asuntos humanos de factores movidos por inteligencias extraterrestres. Pep Guardiola tiene razón al sostener que ni siquiera el entrenador más exitoso debe seguir en el banquillo de un equipo más de tres años seguidos. También un club cuajado de trofeos debe desprenderse cada cierto tiempo de su entrenador, como Polícrates de su anillo, para no atraer los celos de los dioses, seres conocidos desde siempre por su carácter inestable y arbitrario. El entrenador que no se atiene a esa regla de oro será vergonzosamente despedido apenas iniciada la cuarta temporada, sin comerse los turrones ni tomarse las uvas. Así le ha pasado este año a Mourinho en el Chelsea.
Volvamos a Sergio Pascual, secretario de organización de Podemos. Si han aparecido fisuras y disfunciones en los mecanismos internos de los círculos madrileños, lo mejor era apartar a Pascual. No entro, ojo, en la justicia o injusticia de la medida, porque sobre ese asunto me faltan datos. Pero, como santa Teresa no dijo nunca, ni falta que hacía porque se trata de una regla conocida desde la noche de los siglos, en épocas de tribulación lo que se debe hacer inexcusablemente es tirar de manual. Podrá no haber ninguna mudanza más, pero sí como mínimo la del secretario de organización. O el entrenador. O el mayordomo. Depende del caso.
Solo se conocen dos excepciones históricas al funcionamiento invariable de esa regla de oro. La más reciente es la de sir Alex Ferguson como manager del Manchester United. No solo tuvo una longevidad sin parangón en el cargo; es que, cuando finalmente se jubiló, las prestaciones nacionales e internacionales del club cayeron en picado.
La otra excepción, más difícil de entender, es la de Aarón. Moisés lo mantuvo a su lado durante cuarenta años de travesía del desierto, a pesar de que las doce tribus andaban tan perdidas que dedicaban sus ratos libres a adorar becerros de oro. Aquella debió de ser la mayor chapuza logística de todos los tiempos. Y sin embargo, Moisés no solo retuvo su lado al inútil de su cuñado sino que además lo nombró sumo sacerdote. Lo pagó caro: nunca llegó a pisar la Tierra prometida. Pablo Iglesias está decidido a que tal cosa no le ocurra a él.
 

domingo, 20 de marzo de 2016

EL MUNDO CONCEBIDO COMO UNA EMPRESA


François Hollande ha dado dos justificaciones para la reforma laboral que plantea en Francia el gobierno de Manuel Valls: la primera, que se trata de adaptar el derecho laboral a las necesidades de las empresas; la segunda, que se pretende favorecer el empleo.
No se puede tachar de ingenuidad al presidente francés. Las repetidas experiencias de la desregulación han mostrado cuáles son sus efectos en el empleo: más precario, peor pagado y ni siquiera cuantitativamente mayor. Las estadísticas indican además que la población asalariada de las sociedades postindustriales avanzadas está más enferma (de estrés, de depresión, de angustia) desde la puesta a punto de las reformas laborales en tantos países como han querido favorecer el empleo. Y en definitiva, las cotas de desempleo tampoco se han corregido. Ahora que Francia emprende el mismo camino transitado ya por otros países, incluido el nuestro, no puede alegar ignorancia de lo que está ocurriendo a su alrededor.
Pero es curioso ese otro alegato: el derecho laboral “debe ajustarse a las necesidades de las empresas.”
¿De las empresas, o de los empresarios? La empresa solía verse en tiempos como un colectivo, un grupo humano heterogéneo pero unido por un propósito (una “empresa”) común. El capitalista arriesgaba su patrimonio, los técnicos desplegaban sus saberes para multiplicar la eficiencia de las máquinas, y los operarios manuales realizaban esfuerzos hercúleos para conseguir un producto final que, en cantidad y calidad, los enorgullecía a todos. El beneficio obtenido se distribuía entre ellos de forma muy desigual, pero los más desfavorecidos adquirían con su contrato de trabajo el derecho a recibir un salario indirecto en forma de ventajas sociales: salud, vivienda, protección familiar, promoción a través de becas de estudio u otras ayudas.
Hubo un momento histórico en el que el Estado-nación llegó a ser concebido como una organización susceptible de comportarse como una inmensa empresa en la que cada cual ocupaba su lugar y asumía su responsabilidad. En las constituciones, los estados se definían como “repúblicas de trabajadores”. Voces autorizadas desde la izquierda y desde la derecha utilizaban el mismo símil. Mussolini demandaba una Italia en la que los ferrocarriles fueran puntuales, mientras Gramsci especulaba con la libertad mental que desarrolla el obrero sometido a un trabajo manual monótono y repetitivo, sacrificando el presente por un futuro más alto y satisfactorio. Lenin puso la organización científica del trabajo en la base de un Estado socialista cuyos éxitos habían de centrarse en el desarrollo planificado centralmente de las fuerzas productivas, hasta llegar a subvenir a las necesidades de todo tipo de la sociedad.
Aquella panorámica grandiosa se reveló como pura ideología en el peor sentido de la palabra. Y andando el tiempo, la lógica de un trabajo público y comunitario acabó por ceder ante la inercia del lucro privado como motor principal de una economía “libre”. El empresario privado o privadopúblico no había sido nunca un filántropo, pero en las condiciones actuales se manifiestan sin tapujos su egoísmo crudo y su falta de escrúpulos en la explotación del esfuerzo ajeno.
El derecho laboral nació como una forma de reequilibrar una desigualdad de partida, de regular los abusos de la parte dominante sobre la parte subordinada, en las relaciones centradas en la actividad económica. La comisión repetida de grandes crímenes industriales, en las minas, en los ferrocarriles, en las obras públicas, en las fábricas, llevó a la conciencia del legislador la necesidad de regular la codicia desaforada del capital, que sometía la naturaleza a la ley de la rapiña, y el trabajo a una esclavitud sin perspectivas.
Ese ha sido desde siempre el objeto del iuslaboralismo. Extraña que ahora se lo quiera recortar para someterlo a las “necesidades” corporativas de los dadores de empleo. Extraña que vuelva a cubrirse a estos con la túnica impoluta de los filántropos; que se considere de nuevo, y a pesar de todos los precedentes, que la mayor riqueza y felicidad de los accionistas va a repercutir en la mayor riqueza y felicidad de la sociedad en su conjunto.
Volvemos a encontrarnos hoy en presencia de una construcción ideológica, de una tosquedad y una zafiedad considerables. El mundo no va a revestir la forma exterior de una empresa, por lo menos de una empresa realmente existente. Y es la empresa, con su espeso entramado interno de relaciones, lo que es necesario reformar con urgencia; no, de ninguna manera, el derecho laboral.
 

sábado, 19 de marzo de 2016

SE ESTÁN COLANDO CAMELLOS POR LOS OJOS DE NUESTRAS AGUJAS


«¿Quién se cree que es Puigdemont?», nos preguntó doña Zoraida, visiblemente alterada, a todos los televidentes; y el corazón me dio un vuelco. “Dios mío, no lo sabe”. Por ignorar cosas así les niegan los papeles a cientos de inmigrantes de los que hacen largas colas para examinarse de españolidad en dependencias municipales. Era inverosímil que la vicepresidenta de España en funciones ignorase quién es el actual president de la Generalitat de Catalunya, pero yo ya no pongo la mano en el fuego por nadie. El otro día, Mariano Rajoy declaró que si no había intervenido antes en el desbarajuste de las cuentas valencianas es porque no tenía ni idea de lo que ocurría allí. Habida cuenta de que las cuentas eran públicas y quienes las defraudaban eran de su partido, lo lógico habría sido acabar semejante confesión de incompetencia poniendo su cargo a disposición de SM el Rey y de Patxi López. Pero no, ni se le ocurrió. Si le preguntan a Mariano, probablemente les dirá que Le-Puy-de-Mont es un final de etapa en cuesta del Tour de Francia.
Doña Zoraida Santamaría sí sabía quién es Puigdemont, y su indignación procedía del hecho de que se haya ofrecido a las autoridades europeas para acoger en suelo catalán a unos cientos de refugiados de la guerra siria. «Sin consultar, sin consensuar nada», se escandalizaba, obviando el hecho paladino de que su gobierno no ha consensuado ni las propinas durante los últimos cuatro años de actividad parlamentaria, y ahora que está en funciones se niega incluso a rendir cuentas de su actuación a sus señorías, en una arriscada interpretación solipsista de las normas constitucionales.
Se comprende, sin embargo, la irritación profunda de doña Santa si prescindimos de tiquismiquis legalistas y vamos en derechura al fondo de la cuestión; si dejamos entre paréntesis el problema del fuero y atacamos el huevo en su meollo (en su yema, para llevar la metáfora hasta el final).
No podemos acoger refugiados de forma irresponsable. Ni uno siquiera. De sobras nos han advertido sobre el asunto Monseñor Cañizares y el ministro don Jorge Fernández Díaz: los refugiados que no son yihadistas confesos, son cuando menos podemitas o bolivarianos, o ambas cosas. No es viable ni decente instalarlos aquí y encima a nuestra costa, a pan y manteles. Cornudos y pagar el gasto, nunca. Bastantes infiltrados tenemos ya en esta antigua piel del toro que otrora fue ejemplar martillo de herejes y luz de Trento. Hoy los camellos se nos están colando todos los días en el paraíso pasando tan ricamente por los ojos de nuestras agujas.
   

viernes, 18 de marzo de 2016

HUMILLACIONES RITUALES


Podría parecer anécdota, pero se está asentando como categoría. Es la afrenta ritual al indigente, al mendigo en estado de indefensión y de desnudez última ante el escarnio del grupo. La ocasión más reciente ha sido el fútbol, pero la causa no es el fútbol. Los agresores iban probablemente pasados de cervezas, pero el exceso de alcohol en la sangre no es en este caso ni excusa ni agravante. Ha ocurrido en Madrid con holandeses, en Barcelona con ingleses y en Roma con checos, pero no es un asunto del Norte opulento contra el Sur miserable. También entre nosotros, en circunstancias parecidas (emulación grupal, desprecio, insultos, ritual “purificador”) se ha prendido fuego a mendigos refugiados en cajeros automáticos. La cosa no ha llegado a tanto en esta última oleada de sucesos, pero un joven checo orinó sobre una mendiga en Roma.
Es habitual que se tomen medidas policiales extraordinarias contra la violencia asociada al deporte, y contra la posibilidad de atentados yihadistas en ocasión de grandes concentraciones de gente en un espectáculo de masas; pero este tipo particular de atentados no es considerado relevante en ningún sentido por nuestras autoridades gubernativas. Es improbable que nuestro piadoso ministro del Interior, tan locuaz cuando se tercia, intervenga ahora para reprobar la conducta gamberra de la muchachada de Eindhoven o de Londres. Que a los detenidos (los hay) se les aplique “el rigor de la ley” con una intención “ejemplarizante”. Todo quedará unas cuantas advertencias y en una batería de multas, que tal vez pagarán los clubes de referencia.
Estamos, al fin y al cabo, en el seno de la Europa culta, estamos del lado de nuestra gente, de nuestros valores y de nuestras tradiciones. Esos chicos se comportaban con las mendigas rumanas de modo aproximadamente parecido a como nuestros comisionados europeos se están comportando con esos marginales, los refugiados sirios consecuentes a la guerra sin cuartel que declaramos en su momento contra el ISIS, y que ahora, amontonados en Idomeni y en otros campos de concentración establecidos en torno a las fronteras cerradas, van a ser expulsados definitivamente a las tinieblas exteriores mediante el adecuado ritual purificador, en su caso pasado por el filtro dudoso del respeto a las formas y a las conveniencias para no incurrir en el pecado indeseable de la incorrección política.
 

miércoles, 16 de marzo de 2016

PERICLES ERA KEYNESIANO


Y si no, lo fue el filósofo Anaxágoras de Clazómenas, que fue su asesor principal. Plutarco, a quien tengo por fuente de esta chuchería, cuenta una anécdota conmovedora de los dos. Andaba tan ocupado Pericles con los graves asuntos políticos de la ciudad de Atenas que descuidó a su consejero, el cual no poseía medios de fortuna propios. Reducido a vivir del aire, Anaxágoras, antes que pedir ayuda a su poderoso protector, se tendió en un rincón y se cubrió la cabeza, señal que entre los atenienses tenía el significado de que se esperaba la muerte. Alguien contó el caso a Pericles, que corrió sobresaltado al lado de su amigo y le rogó que no se dejara morir, porque sus prudentes consejos eran la luz que inspiraba todos sus actos, y sin ellos quedaría a oscuras. Después de hacerse de rogar un rato, Anaxágoras se descubrió por fin y le respondió: «Pericles, los que necesitan una lámpara le echan aceite.»
Vamos al tema keynesiano. Pasaba Atenas, después de las victorias sobre los persas, por un mal momento: exceso de población (para la guerra se habían juntado en la ciudad todos los brazos disponibles) y almacenes de grano vacíos. Pericles inició una política de expansión enviando hombres “de buena edad y robustos”, en expresión de Plutarco, al Quersoneso, a la Tracia, a Naxos y a Italia. Respecto de la «muchedumbre no llamada a filas y obrera», la empleó en grandes proyectos de obras sufragadas con el erario público. «Porque había la materia prima: piedra, bronce, marfil, oro, ébano, ciprés; trabajaban en ella y le daban forma los carpinteros, vaciadores, fundidores, canteros, teñidores de oro, ablandadores de marfil, pintores, esmaltadores y torneros; además, en proveer de estas cosas y portearlas entendían los mercaderes y pilotos en el mar, y en tierra, los constructores de carros, arrieros, carreteros, cordeleros, lineros, guarnicioneros, constructores de caminos y mineros; y como cada arte, a la manera de cada general su brigada, mantenía en formación su propia muchedumbre de simples peones, viniendo a ser como el instrumento y cuerpo de su peculiar ministerio, a toda edad y naturaleza, para decirlo así, repartían y distribuían sus exigencias el bienestar y la abundancia.» (Plutarco, “Vida de Pericles”, en Vidas paralelas, José Janés editor, Barcelona 1945, traducción de don Antonio Ranz Romanillos; procede el volumen de la biblioteca de mi padre.)
Así se levantaron en un tiempo asombrosamente corto el Partenón, los Propíleos, el Odeón, la llamada “muralla larga” entre Atenas y el puerto del Pireo, y otras obras memorables. El partido aristocrático se opuso a tal despilfarro de los caudales públicos, logró detener momentáneamente las obras y propuso la expulsión de Pericles de la ciudad. El gobernante replicó en el Areópago que estaba dispuesto a sufragar él mismo todos los proyectos, sin tocar los haberes públicos, pero que en tal caso los monumentos habían de ser de su propiedad particular, y no de la ciudad. La solución pareció satisfactoria a los aristócratas ociosos pero no a los obreros, que se enorgullecían de su propia participación activa en aquellas mejoras ciudadanas. De modo que, llegado el momento de someter a Pericles al ostracismo, salió airoso de la votación y el condenado a exiliarse fue su rival Tucídides (no el historiador sino el político del mismo nombre, jefe del partido aristocrático).
Me parece refrescante leer una historia así en los tiempos que corren.
 

martes, 15 de marzo de 2016

LA DOCILIDAD DE LOS LÍDERES


Se está haciendo la ola sin disimulo a Albert Rivera, en la actual situación de impasse en la investidura. Gusta a todos: a los medios, a la jerarquía eclesiástica, a la cúpula militar, al colectivo de las amas de casa. Los descosidos se le disimulan: en sus listas, confeccionadas con cierto apresuramiento, han aparecido ex falangistas, ex blaspiñaristas, ex corruptos, y ahora es llamada a declarar en el caso Púnica su número 3 en la Comunidad de Madrid, Eva Borox, que en su época de concejal de Valdemoro por el PSOE se había distinguido por su buena amistad y concordia con el conseguidor Marjaliza, que le proporcionó los fondos requeridos para algunos viajes turísticos. Nada de eso importa mucho a efectos de publicidad. En El País-Metroscopia acaban de confeccionar una encuesta de opinión a la medida de Rivera, según la cual Ciudadanos rebasa ya de largo en intención de voto a la turba demoníaca de Podemos.
Rivera no tiene partido detrás, ni ideología, ni perspectiva de gobierno. Es el líder ideal; estará a lo que le digan. Lo que le digan, claro está, quienes tienen poder y autoridad para decir.
Rivera tiene una fisonomía agradable, un tono de voz suave, viste con aliño y muestra la debida firmeza para defender en todas las ocasiones posibles la libertad omnímoda del dinero y la prosperidad necesaria de los negocios. La operación de lanzamiento no ha tenido tanto éxito como la de Mauricio Macri en Argentina. Macri, otra cara agradable y otro pasado anodino, ha conseguido la presidencia, y su primera batalla en el Congreso va a ser la votación de un pacto sobre los fondos buitre que contradice varias leyes estatales. El cronista de El País, Carlos Cué, aclara de este modo los intríngulis de la cuestión: «El Gobierno juega contrarreloj: antes del 13 de abril necesita tener aprobadas en el Congreso y el Senado las leyes que desbloquean ese pacto alcanzado en Nueva York. Si no lo logra para entonces, el acuerdo decae y el descrédito internacional de Argentina será muy importante en especial en los mercados financieros, que han acogido la llegada de Macri con gran entusiasmo.»
Los mercados financieros han acogido “con gran entusiasmo” la llegada al poder de Macri, un líder dócil. Los mismos están haciendo también la ola a Leopoldo López, el líder opositor venezolano encarcelado: guapo también, y con un currículo vinculado a la ultraderecha política (según algunas fuentes, también a la CIA), más un intento previo de candidatura presidencial frustrado por un caso de corrupción. Cristina Cifuentes ha colgado del emblemático edificio de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del Sol, dos carteles pidiendo la libertad de Leopoldo: una iniciativa solidaria internacional insólita, sin ningún precedente conocido. La propia Cifuentes patrocina la presentación de un libro de López, “Preso pero libre” en la Real Casa de Correos, para la que está anunciada la presencia del nóbel literario Mario Vargas Llosa y del ex presidente de España Felipe González Márquez.
La futura docilidad de López, como las de Rivera y de Macri, queda así debidamente asegurada.
 

lunes, 14 de marzo de 2016

EL VARÓN QUE COLGABA DE SU BADAJO


Don Óscar Bermán Boldú, cuya existencia ignoraba yo hasta esta misma mañana, es concejal y portavoz del Partido Popular en Palafolls, preciosa localidad del Alt Maresme que no tiene en el asunto que se va a tratar más culpa que el voto algo descarriado de una porción cuantitativa de su censo electoral.
Hoy ha tenido Don Óscar el cuarto de hora de fama que a todos corresponde en este mundo, con unas descalificaciones destempladas de algunos políticos que no le caen bien.
Así pues, de Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, ha dicho que «en una sociedad seria y sana, estaría limpiando suelos.»
Difícil, realmente, superar en una expresión sintética unas dosis tan morrocotudas de machismo y de fascismo. Averigüe quien corresponda en qué sociedad "seria y sana" estaba pensando este Sub-Bermán palafollense.



 

domingo, 13 de marzo de 2016

GUANTES DE CABRITILLA


María Dolores de Cospedal ha recomendado a Pedro Sánchez que se comporte con los corruptos de su formación de la misma manera como lo hace el Partido Popular. Es decir (lo ha aclarado, porque cualquiera podía tener dificultades para entender el sentido de la recomendación), con “tolerancia cero”.
Uno se preguntaría en qué mundo vive Cospedal, si no tuviera noticias ciertas y cotidianas de cuál es el mundo en qué vive. Cabría la posibilidad de considerarla una necia, si no supiéramos que la necedad es cosa distinta del cinismo. Puestos en el disparadero, los altos cargos populares se están reivindicando a sí mismos como los esforzados paladines de una batalla contra la corrupción que encenagaba la conducta de sus opositores como una nefasta herencia más de los desvaríos de Zapatero.
Para sostener un montaje de ese calibre, los artífices de la nueva ofensiva ignoran de forma sistemática las noticias diarias de los informativos, y acusan de corruptos a todos los que están enfrente. Los cuatro años pasados son reivindicados como una edad de oro de justicia, prosperidad y buen gobierno, que lamentablemente no ha sido bien explicada a la gente debido a una política informativa deficiente por timorata, poco agresiva y volcada en la defensiva.
Todo al revés. La política informativa de la Brunete mediática – a la que se han sumado en una operación sumamente curiosa medios informativos que en tiempos pasaron por progresistas – busca retorcer con saña cualquier frase, incluso la más anodina, de quienes han empezado a plantar jalones para el cambio en este país. Se encuentran segundos y terceros sentidos a declaraciones de Manuela Carmena, una mujer que siempre se expresa de una forma sencilla, eficaz e inequívoca. Se subraya la “rabia” y el “odio” de que dan muestra los muchachos de Podemos, a los que se lleva un año entero ya atacando con saña, con odio y con conexiones venezolanas. Se anuncia cada día una nueva crisis en la izquierda (hoy Compromís, mañana IU, pasado la rebelión de las bases de Podemos contra la “nueva casta”), cuando la noticia real es, cada día, una nueva corrupción destapada en la derecha.
La verdad es tratada como el guante de cabritilla al que hace referencia el Bufón en la escena primera del tercer acto de Noche de epifanía, de William Shakespeare: «Una frase no es más que un guante de cabritilla para un ingenio agudo. ¡Con qué facilidad puede volverse del revés!»
Pero no es buen negocio, a la larga, debatir distorsionando las razones del contrario y buscar pretextos para criminalizarlo. Primero, porque no contribuye a purificar el clima político; segundo, porque de tan repetido el recurso cansa, y los plumíferos a sueldo que atizan esas controversias acaban perdiendo la credibilidad de su firma y viendo dolorosamente disminuidas sus fuentes de financiación adyacentes y secretas.
 

sábado, 12 de marzo de 2016

UN MUNDO INCOMPRENSIBLE A SIMPLE VISTA


Ayer pasé delante de una librería y vi en el escaparate un libro de Stephen Greenblatt en cuya portada aparecía media cara de Shakespeare. El título no me sonaba, pero entré (es milagroso el “efecto llamada” que tienen las puertas abiertas, las luces y los mostradores de novedades en primer plano, en las librerías organizadas con criterios modernos), comprobé que se trataba de una traducción del Will in the World, lo compré y me lo traje a casa preguntándome por qué diablos los editores le han plantado el título “El espejo de un hombre”. Suele buscarse en el título un gancho de ventas, pero difícilmente se me ocurre nada más anodino y despistante que ese título. Si se quiso decir que Will fue el espejo de toda una época y de todo un mundo, la frase tendría que estar construida al revés; el espejo de un hombre es, todo lo más, un hombre delante de un espejo, algo que nos ocurre a todos cada mañana.
De ahí pasé, después de la lectura del prefacio, a un orden de ideas diferente. Greenblatt considera a Shakespeare el más grande literato de todos los tiempos. Señala además la gran coincidencia existente entre su criterio y el de muchísimas otras personas. Ocurre así, en efecto, pero solo en el universo angloparlante. Quienes no formamos parte de él, reconocemos sin titubeos el valor y la grandeza de Shakespeare, pero somos mucho más remisos a darle la primacía.
La razón es evidente, y me ayuda a expresarla una afirmación dudosa de Juan Luis Cebrián en un artículo que publica esta mañana en su periódico: «Desde su creación en seis días, el mundo se ha edificado a modo de relato, y los narradores han sido instrumento primordial de su desarrollo.»
Vamos por partes. Ni el mundo se creó en seis días, ni puede decirse que “se ha edificado”, ni los narradores han contribuido en forma alguna a desarrollarlo. Cebrián está utilizando mitos y metáforas solo admisibles como licencias poéticas. Queda en pie, con todo, el fondo de su argumento: el mundo solo es comprensible a través de la palabra, y la palabra depende de una estructura compleja que ordena significantes y significados en distintas categorías relacionadas entre ellas. Esa estructura es el lenguaje, y como hay infinitos lenguajes posibles, así hay infinitas formas posibles de dar sentido a un mundo incomprensible a simple vista.
Tendemos a dar especial consideración como el trujimán más maravilloso, en esa operación de “dar sentido” al mundo que nos rodea, al escritor que históricamente fue capaz de dar mayor proyección a la lengua que utilizamos; mayor precisión, ambición, flexibilidad y riqueza de matices; quien hizo madurar la lengua desde la tosquedad del habla primitiva, y colocó su obra como ejemplo y parangón para las generaciones posteriores. Shakespeare representa todo eso para los angloparlantes, Dante para los italianos, Cervantes para nosotros, y en Francia la cuestión está mucho más indecisa, aunque autores como Racine, Montaigne y Voltaire tienen buenas opciones en ese sentido.
 

viernes, 11 de marzo de 2016

LEGISLACIÓN A LA CARTA EN LAS EMPRESAS


Una de las dificultades sobreañadidas que está teniendo que soportar el sindicalismo en el nuevo paradigma de funcionamiento de la empresa es el hecho de que sigue anclado en una reglamentación jurídica precisa y taxativa de carácter nacional (buena, mala o pésima, que ese es otro cantar), en tanto que las estrategias empresariales encuentran acomodo preferente en un derecho plural, movible, flexible y en los mejores casos a la carta, es decir, con posibilidad de escoger el derecho aplicable y el que no lo es.
Eso significa, en el caso más extremo, que una empresa transnacional que opera en España y extrae de aquí rentas y beneficios, reclamará para los sindicalistas que han dirigido una huelga todo el peso de la ley mordaza española, y en cambio en cuestiones fiscales se acogerá a la legislación, ampliamente permisiva en estos aspectos, de las islas Barbados, adonde ha ido a ubicar su sede social a efectos simplemente virtuales.
He dicho el caso más extremo; no el único, ni el más frecuente. Se comete a menudo el error de pensar que el nuevo modo de funcionar las cosas afecta solo a empresas muy ricas, con tentáculos en las cinco partes del planeta. La globalización lo permea todo, de arriba abajo. Se comporta como Don Juan Tenorio, el cual se jactaba, como es sabido, de que «yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los claustros escalé, y en todas partes dejé memoria amarga de mí.»
Hay dos mecanismos principales de orden jurídico, que extienden a todos los acimuts esta nueva percepción de la empresa.
El primer mecanismo es el de la externalización, estudiado entre nosotros por el magistrado del TSJ de Catalunya Miquel Falguera i Baró (La externalización y sus límites, Ed. Bomarzo 2015). Partes cada vez más sustanciales del proceso productivo de una empresa son delegadas a otras empresas, a colectivos diversos (grupos multiservicios, gabinetes de asesoramiento, etc.) y a autónomos, bien falsos (en realidad, dependientes de la empresa, que los contrata bajo una luz jurídica ficticia), o bien auténticos. El resultado es, por una parte, que en un mismo centro de trabajo se encuentra a personas con distintos estatus jurídicos en relación con la empresa en la que prestan sus servicios, encuadrados en empresas diferentes, de diferentes ramas de la producción y los servicios, y con convenios colectivos diferentes también. Un galimatías que provoca dificultades extraordinarias para la acción sindical, cuando en teoría cada sindicato confederal y cada federación de un mismo sindicato debería organizar y pelear por los “suyos”.
Por otra parte, el alejamiento geográfico entre los stakeholders implicados en las distintas fases de elaboración de un mismo producto final hace casi imposible el control sindical del conjunto de todos ellos. El problema no son en este caso las nuevas tecnologías y la invasión de la robótica en los procesos productivos; sino que una parte de la confección de unos pantalones tejanos de marca puede estar llevándose a cabo en Dacca, y otra parte en talleres clandestinos de Mataró. Es otra cara de la globalización, y tiene que ver con largas jornadas, condiciones deficientes de trabajo y salarios míseros; lo que se reclama con la reivindicación genérica de “trabajo decente”. El trabajo real no falta en nuestra época; ha emigrado a lugares donde la pauperización extrema de la población permite que sea considerado como una bendición un trabajo extenuante y pagado a un precio misérrimo. Se produce a precios de Camboya o de Bangladesh, y se vende el resultado a precios de Via Veneto, rue Rivoli, Oxford Street o Paseo de Gracia.
«No lo he inventado yo, son precios de mercado», se justifican nuestros emprendedores. Sigue en pie el mito del mercado como un gran mecanismo regulador que ajusta de forma automática la oferta y la demanda concurrentes. Pero la igualdad entre los distintos sujetos económicos que presuponía Adam Smith es hoy un bulo. Todos los días se está trabajando con firmeza y perseverancia en la estipulación de condiciones diferentes, auténticos privilegios, para unos operadores económicos respecto de otros. Y aquí aparece el segundo gran mecanismo al que he aludido antes: la privatización del derecho aplicable a cada caso, y su amoldamiento a las conveniencias de quienes lo construyen. Un ejemplo claro y actual: la negociación del TTIP. Quienes pueden imponer condiciones no se acomodan a la igualdad de oportunidades; quieren pactar fuera del derecho positivo de los estados mejores condiciones para ellos, basándose en el simple hecho de que, al ser más poderosos, cuentan también con instrumentos más eficaces de represalia.
El paradigma actual implica, no la igualdad, sino la desigualdad de las partes, tanto desde la oferta como desde la demanda, en el mercado global. Se trabaja en red, pero la red tiene puntos fuertes y débiles, unos capaces de imponer condiciones, otros solo de soportarlas. Se externaliza la producción de las empresas, pero sin fair play entre ellas. Aquí la legislación a la carta tiene un matiz distinto del mencionado antes: las empresas que pueden hacerlo no eligen el ordenamiento jurídico que más les conviene entre los existentes, sino que privatizan el derecho aplicable mediante el establecimiento de pactos internos no extrapolables, lo que se conoce como softlaw, “derecho blando”.
Que no es “blando” en absoluto, por más que se plantee como un régimen jurídico privado para soslayar la “dureza” de las legislaciones de carácter estatal. Dos normas de este tipo, cuya vigencia se extiende cada vez más en la esfera global de los negocios, son la Responsabilidad Social de las Empresas y las normas de conformidad (compliance, en su versión anglosajona). La RSE funciona a menudo como una responsabilidad “limitada” o paliativa. La tragedia de Rana Plaza, en Dacca, donde se hundió el 24 de abril de 2013 un inmueble dedicado a usos industriales, con el resultado de más de mil víctimas mortales y más de dos mil heridas de diversa consideración, muy mayoritariamente mujeres, obligó a una reconsideración general de los temas del poder (concentrado) y la responsabilidad (difusa) de las empresas. La vía de solución se encontró en la adopción voluntaria y discrecional de medidas de control de las condiciones de trabajo, seguridad e higiene, etc., y compromisos también voluntarios de promoción de los trabajadores “externalizados” implicados. El defecto de la RSE está en el hecho de que la empresa matriz elude el sometimiento a la responsabilidad penal en la que ha incurrido su subsidiaria, y solo accede a paliar las consecuencias trágicas de descuidos u omisiones de carácter delictivo.
El mismo carácter desigual se deduce de las normas de compliance o conformidad a un código ético que muchas empresas transnacionales imponen a sus colaboradoras en el momento de externalizar procesos productivos. Stefano Manacorda (“La dynamique des programmes de conformité des entreprises”, en VVAA, L’entreprise dans un monde sans frontières, Dalloz 2015), que ha estudiado con detenimiento este tipo de programas «de origen extra-jurídico y de naturaleza interdisciplinar», llega a la conclusión de que no se trata tanto de una autorregulación entre partes iguales y libres, como de una especie de «derecho imperial», por el que la parte que ostenta el poder en la negociación impone a la contraparte toda una serie de condiciones y de regulaciones acerca de cómo ha de cumplir la función subordinada que se le asigna. La vulneración de dichos compromisos de la contraparte implica penalizaciones que pueden llegar a ser muy onerosas, aparte de la principal y más dura de todas, la cancelación del contrato.
Las consecuencias de esta situación para el sindicalismo son evidentes. Si la parte en la que se asienta el mayor poder se desprende en cambio de la responsabilidad por ejercerlo, la “externaliza”, los mecanismos de reclamación y de reposición en los derechos lesionados quedan falseados de modo irreversible. Lo único que quedará al alcance del reclamante será un paliativo, una compensación insuficiente.
La noticia peor en este entramado es que la presión de los poderosos está llevando a los legisladores estatales a reconocer de facto este estado de cosas y recortar de forma drástica tanto los derechos de los trabajadores como los medios de acción de los sindicatos. Las reformas de Zapatero y Rajoy se postularon como adelantadas en este terreno en la Europa comunitaria; hoy vemos como llegan de la mano de Manuel Valls a la vecina Francia, desde siempre un bastión de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Quizá nos equivocamos al pensar aquello de que “siempre nos quedará París”.
 

jueves, 10 de marzo de 2016

PARA ASALTAR LOS CIELOS HACEN FALTA ESCALERAS


Estamos en la vieja aporía de los fines y los medios; o sea, quien quiere el fin ha de querer también los medios necesarios para alcanzarlo. Sin excusas ni coartadas. No es posible alcanzar los cielos sin contar con una escalera, por lo menos. De nada vale proponerse alcanzar el gobierno del Estado, si al mismo tiempo se es hostil a los aparatos de Estado, en bloque y por principio. No se dirige un país desde una ONG, eso es solo un sueño de la razón. No se ocupa un sitio en un parlamento con el único objetivo de hacer desde allí una oposición muy dura. La vocación de oposición es estéril; la política consiste en hacer cosas, no en oponerse a ellas. Los acuerdos de gobierno no son una práctica política negativa a la que de cuando en cuando es preciso someterse, son la cosa misma.
La política democrática es refractaria a todos los absolutos, no solo al poder absoluto, sino también al ejercicio de una mayoría absoluta. El consenso no es un recurso vicario cuando no se posee la hegemonía; es el cemento mismo de la hegemonía.
La afirmación anterior vale para todas las fuerzas parlamentarias actuales, porque todas coinciden en el mismo estilo de proclamas declarativas gaseosas, o sea sin solidez ni sustancia, y en la apuesta tajante por el “todo o nada”. Incluso los que han construido un pacto a todas luces parcial, insuficiente e insatisfactorio, lo esgrimen como un ultimátum: o pasas por el aro, o te quedas a dos velas.
Alguien debería decir a Mariano Rajoy que la soberanía nacional no es algo reducible a su arbitrio particular; a Pedro Sánchez, que son necesarios más esfuerzos para conformar un bloque social y político capaz de sostener un gobierno con proyección de futuro; a Pablo Iglesias, que las sesiones parlamentarias no son un live show en prime time; a Albert Rivera, que la habilidad para situarse a rebufo de otros sin tener ni partido, ni programa, ni ninguna clase de dirección común, y sostenerse  en el candelero a base de generalizaciones y de robar planos, no es más que malabarismo ocioso.
No nos hacen ninguna falta ni ocurrencias arbitrarias, ni glamour mediático, ni malabarismos circenses. Lo que pido, en nombre propio y en el de quien me escuche, es algo sencillo: a) un gobierno; b) de cambio.