«El
mundo de la democracia representativa está acabando. Los partidos políticos
están en crisis. El camino va por el empoderamiento personal, por el poder del
individuo. El futuro de la izquierda tiene que tener una consideración muy
fuerte de las personalidades individuales de los colectivos. Una especie de
masa que una.»
Son palabras de
Manuela Carmena, ayer mismo, en el ciclo de conferencias sobre “sociedad civil
y cambio global” organizado por la Universidad Autónoma de Madrid y el diario El
País. No puedo asegurar que lo anterior sea una transcripción fiel del pensamiento
que quería transmitir la alcaldesa de Madrid puesto que el periodista que
informa del acto, Juan José Mateo, ha espigado frases y las ha presentado
juntas, de carrerilla, de un modo que supone un plus muy marcado de
contundencia. Imagino que Manuela estuvo más dubitativa y exploratoria en su
speech, y que sus afirmaciones no pretendían tener el carácter profético y
apocalíptico con el que han sido resumidas en los titulares de la prensa.
En todo caso voy a
discutir “de urgencia” las frases mismas, independientemente de si su fuente
originaria ha sido en efecto Agamenón, o bien su porquero.
Creo que el mundo
de la democracia representativa no se
está acabando; lo que está totalmente desacreditado (aunque nadie puede predecir
su final efectivo) es la apropiación indebida de la representación democrática
por parte de las élites punteras de los partidos políticos: el hecho de que, en
lugar de mostrar un respeto básico por el sentido del voto de sus
representados, los líderes “interpreten” ese voto en función de sus propias necesidades
tácticas en el escenario cambiante de la coyuntura, o peor aún, de su permanencia
personal al frente del cotarro.
Esta realidad ha
conducido a un deterioro muy grande de los partidos como institución
democrática. La llamada al orden está ahí desde mayo de 2011: «No nos
representan.» De hecho, no son solo determinados colectivos los que no se ven
representados en el sistema de partidos: ningún partido, y menos que ningún
otro el partido alfa, que reúne la más numerosa minoría mayoritaria del voto,
representa a nadie más que al propio aparato.
Yo creo que se da,
en este sentido, una perversión del instrumento del voto. Nadie confía, ni espera
ya a estas alturas, sentirse representado – menos aún tutelado – por sus
representantes, de modo que la papeleta que deposita en la urna expresa otros
valores y otras expectativas, más relacionables con la predicción o con la pura
apuesta por un resultado, que con un mecanismo de control democrático de la gestión
política de las cosas.
Y es que ocurre que
la composición misma de la sociedad se ha emborronado. Las clases no se han difuminado, pero el
sentimiento personal de pertenencia a una clase concreta, sí. Se habla mucho de
la transversalidad del voto. Pero la transversalidad no implica que los de
abajo vayan a votar juntos contra los de arriba (el noventa por ciento contra
el diez, según la formulación tópica), sino que los obreros pueden votar por el
capital, los capitalistas por el reformismo, los parados por el statu quo,
etc., en función de alquimias mentales personales absolutamente
intransferibles. Es cierto que cada cual espera ganar algo con su voto, pero el
qué espera ganar en definitiva, es
cuestión que cada cual guarda para su capote. La política se convierte de ese
modo en un juego de equívocos, de malentendidos, de “trampas” en el sentido que
da a la palabra la propia Carmena en otro momento de su discurso.
El camino de salida
de una situación así implica, como ella dice, un «empoderamiento» de las
personas. A lo que apunta esta expresión, demasiado utilizada y con poco
criterio en tiempos recientes, es al incremento de las capacidades de decisión de
la ciudadanía, plasmadas legalmente y “actuadas” a través de instrumentos de
democracia directa a los que se otorgue un valor de reconocimiento obligatorio para
las autoridades. No existe tal empoderamiento, por ahora; no hay un valor de
ciudadanía capaz de expresarse de forma inequívoca ante el poder hasta torcerle
el brazo, si cuenta detrás con una fuerza suficiente. El ciudadano está inerme
ante el poder.
Lo paradójico es
que un incremento de los instrumentos de democracia directa serviría además para
recuperar el sentido originario de la democracia representativa; solo hay una contradicción
aparente entre las dos, en la práctica se refuerzan mutuamente y se debilitan
las dos juntas.
Aproximar los
partidos a las aspiraciones y los problemas cotidianos de la ciudadanía
tendría otras virtudes, por ejemplo en los procesos de formación y selección de
los núcleos dirigentes. La experiencia acumulada en los aparatos no mejora la
percepción política ni ayuda a resolver conflictos que no sean los internos del
propio aparato.
Coincido, por ello,
plenamente con Carmena en resaltar la importancia de las personalidades
individuales situadas al frente de los colectivos sociales. No es seguramente
la cuestión crucial, pero en la actual crisis de los partidos – no solo en España
– se detecta un déficit grande de liderazgo. En esta cuestión la cultura de las
mujeres (de las mujeres inmersas en el tejido social) puede ofrecer soluciones excelentes
como elemento de desatasco en el choque de los grandes conceptos abstractos.
Así lo señala Carmena al hablar del estrechamiento de sus relaciones de trabajo
con las alcaldesas de París, Anne Hidalgo, y de Barcelona, Ada Colau, a partir
de una idea compartida de la gestión como cuidado inmediato, como tutela vigilante.