El calendario marca
hoy la primera prioridad para el comentario en esta bitácora que viene a ser, y
no pretende otra cosa, una caja de resonancia de algunos sucesos de sustancia
ocurridos por nuestras rodalías, así geográficas como espirituales. Hoy hace
noventa años nació en Pavie (Gers, Aquitania) Bruno Trentin. En el blog hermano
“Metiendo Bulla” lo recuerda el maestro José Luis López Bulla con el discurso
sobre Trabajo y Conocimiento que dio Bruno en la efemérides en la que fue
investido doctor honoris causa por la Universidad de Venecia, el día 3 de
septiembre de 2002. Quienes lo necesiten, tienen aquí el link: http://lopezbulla.blogspot.com.es/2016/12/trabajo-y-sindicato.html
Trabajo y
conocimiento vienen a ser considerados términos antitéticos en círculos muy
amplios de lo que en determinado chotis vino a ser definido como «la crema de
la intelectualidad». O caja o faja, o uno pone sus anhelos en el conocimiento,
cosa demostrativa a posteriori de la naturaleza elevada de su espíritu, o se
reduce al trabajo, que nunca está libre de un componente de animalidad. La cosa
viene de lejos, nada menos que del Génesis, libro en el cual un personaje de
nombre Yahvé, caracterizado a partir de ese momento como autoridad indiscutible
en estas cuestiones, condenó a Adán a «ganar el pan con el sudor de su frente»,
y algo tan normal y tan humano como esa circunstancia vino a ser unánimemente considerado
una maldición terrible.
Andando el tiempo
es Cicerón, el “pico de oro” de la civilización romana, quien remacha el clavo:
«El dinero que proviene de la venta de tu trabajo es vulgar e inaceptable para
un caballero… porque los sueldos son efectivamente las cadenas de la esclavitud»
(en el tratado Sobre los deberes). El
ocio (sostenido, eso sí, por grandes cantidades de trabajo ajeno) significa
nobleza; el negocio, es decir lo que
no es ocio, es su contrario indeseable.
Tenemos seguramente
que aterrizar en Calvino para encontrar una caracterización positiva del
trabajo y de los negocios: el éxito material en este mundo era para el
reformador ginebrino prueba de predestinación para una eternidad feliz en el
otro. Pero se trata del trabajo para sí mismo, del esfuerzo individual con el
fin de obtener un resultado también individual; es, en una palabra, el espíritu
del capitalismo, y no hay en él ninguna idea de redención universal, como “género
humano”, por medio del trabajo social, ni de liberación colectiva de unas
cadenas que son, sin embargo, seculares y muy visibles.
Después viene Carlos
Marx. Y la aportación de Bruno Trentin al pensamiento de Marx se produce en una
encrucijada muy particular de la historia: en el momento en que quiebra en el
mundo todo un modelo de organización política y social basada en el paradigma
de la fábrica fordista. Detrás del fordismo está latente una consideración del
trabajo asalariado que deriva de la vieja maldición bíblica y ciceroniana:
quien trabaja es porque no puede dedicarse a menesteres más nobles y más
dignos. La producción de mercancías y de servicios ha adquirido un ritmo
trepidante; producir más se ha convertido en el nuevo evangelio, en el signo
visible de superioridad de una civilización sobre los demás.
Las nuevas
tecnologías apuntan a una reconsideración global de ese terrible esfuerzo físico
sostenido y uniformemente acelerado. Pero además otros factores revelan de
pronto ese “progreso científico” ficticio como algo imposible en sí mismo. Es
en primer lugar la factura energética la que señala a los aparatos productivos
más avanzados que el tiempo de las cerezas ha concluido. La primera crisis del
petróleo, en 1973, deja claro para todos que el mundo no va a poder seguir su carrera al
mismo ritmo.
Por las mismas
fechas se producen las primeras alertas sobre el efecto invernadero y el
agujero creciente en la capa de ozono. Es un aviso desoído sistemáticamente,
objeto por parte de políticos pontevedreses (por ejemplo) de lucidos chascarrillos
de barra de bar. La sociedad productiva prefiere no enterarse de la vaina. Pero
se hace más evidente cada día el hecho de que la producción por la producción,
la cantidad y diversidad profusas de mercancías de todo tipo, no tiene ya
futuro en este mundo limitado.
En este contexto debería
haberse abierto paso en el nuevo paradigma de la producción la conexión indispensable
entre trabajo y conocimiento; la idea de un para qué del trabajo, en lugar de
más y más cantidad de trabajo como imperativo categórico; la percepción del
trabajo como el principio organizador de las sociedades, y la necesidad de que
esa fuerza hercúlea de trabajo sea beneficiosa para el conjunto, y sea además
sostenible en el tiempo, sin permitir que la codicia privada arrase los bienes
que la naturaleza ofrece a todos, a manos llenas, sí, pero en cantidades
insuficientes para poder asumir un expolio acelerado e indefinido.
La división entre
unos “sabios” que organizan la producción y unos “brutos” que ejecutan a ciegas
las órdenes que les dan los primeros, carece de racionalidad y de sentido. Todo
trabajo es trabajo inteligente, en la medida en que pone a contribución unos
medios limitados para alcanzar un fin deseable.
Que ese fin haya de
ser el engorde ilimitado de los billeteros de unos accionistas, es una de las
mamarrachadas más delirantes que pueda haber ideado esta humanidad paranoica. O
damos otro sentido al trabajo – al trabajo positivo, útil, sostenible –, o los
parásitos acabarán con nosotros. Ya lo están intentando, con todas sus fuerzas.
Nadie diga que la
propuesta de un trabajo humano, libre, consciente, racional, socialmente útil,
es un imposible. Si hicieran falta pruebas de ello, ahí queda la defensa
apasionada y lúcida del trabajo como vehículo del conocimiento en la obra del
sindicalista, pensador y sociólogo Bruno Trentin, nacido en el exilio francés
en los años de hierro del fascismo mussoliniano, y muerto en Roma el 23 de
agosto de 2007. Hace poco más de nueve años.