Magnífico documento
el que firma Marta Rebón en elpais, en torno a Boris Pasternak y Olga Ivínskaia (1). “Doctor
Zhivago” es una obra literaria que me impactó con fuerza cuando la leí, y la he
releído luego varias veces más. He visto también la película de David Lean, también
más de una vez. La primera de ellas lo hice en compañía de Carmen, a la sazón
bastante embarazada de nuestro segundo hijo. Le entró una llorera tan copiosa e
inagotable (eran tiempos de clandestinidades, con la inevitable aparición del
fantasma de eventuales separaciones largas y traumáticas), que cuando se
encendieron las luces yo fui blanco de todas las miradas, como sospechoso de
maltrato.
Un buen amigo, excelente
traductor del ruso, se ha burlado mucho de mi admiración por Zhivago. Según él,
Pasternak es un gran poeta y un novelista mediocre. Veo en el artículo de Rebón
que Nabokov sostenía la misma opinión. Discrepo, siempre he discrepado, y la
siguiente frase de la novela, citada por Rebón, es una retroconfirmación de mi
postura: «Yuri
soñaba con una obra en prosa, un libro autobiográfico en el que incluiría, como
cargas explosivas ocultas, las cosas más sorprendentes que había visto y
pensado. Pero todavía era demasiado joven para un libro semejante, así que se
limitaba a escribir versos, como un pintor que durante toda su vida pinta
estudios para el gran cuadro que tiene en mente.»
Tampoco me parece
que Zhivago sea “una carta de amor a Olga, premiada con el Nobel”. La misma
frase anterior indica que Pasternak tenía muchas más cosas en la cabeza, además
de Lara/Olga, en el momento en el que se consideró maduro para escribir lo que
se proponía.
Lara o Larissa tiene
un magnetismo especial para el lector de Zhivago. Hay a lo largo de la novela
mucho amor expresado o subyacente, y también un gran, un enorme, sentimiento de
culpa respecto de ella. La relación de Pasternak con Ivínskaia, según la
conocemos, tuvo mucho de ambas cosas. Olga cayó rendida desde el principio a
los pies del genio; el genio la trató con un cariño siempre demasiado celoso de
guardar las distancias. No es una relación infrecuente en grandes hombres que
cultivan por procura externa su propio narcisismo. Muchos críticos han estimado
irrisoria la participación de Olga en la vida intelectual de Boris; el propio
Boris puede haber ayudado sin quererlo a esa interpretación. Pero la lealtad a
toda costa y la abnegación no son tanto un signo de debilidad femenina, sino de
lo contrario: de esa fuerza propia, magnífica, que lleva a una persona a salir
de sí y entregarse a algo externo por estimarlo un bien superior al de su propia
individualidad.
Muchas mujeres son
capaces de ese desprendimiento; muchos hombres se aprovechan de él.
La cuestión del
Nobel ha sido también objeto de una polémica que no nos lleva muy allá. Quienes
consideran defectuosa la novela de Pasternak esgrimen la concesión del premio
como un acto político. El hecho de que el escritor lo rechazara, forzado por la
presión de la “nomenclatura”, refuerza el argumento. Pero basta repasar la
lista de los Nobel para comprobar que la política, sea política cultural, política
reverencial o política a secas, siempre estuvo presente en el certamen. Pasternak
emerge, a fin de cuentas, como una de las figuras literarias más consistentes
del elenco. Pudo haber otros escritores que merecieran más el premio, y nunca
lo tuvieron. A efectos de balance histórico, lo cierto es que el premio en sí pesa
muy poco en una carrera literaria.
Un mérito
infrecuente, en cambio, es el de haber rechazado el galardón. Son muy pocos los
que han hecho tal cosa, apoyados en las razones que sean. Solo recuerdo el caso
de Jean-Paul Sartre, puede que haya alguno más. Incluso el último galardonado,
el eterno rebelde de la cultura pop, ha acabado por claudicar y escribir su
discurso de aceptación para beneficiarse del cash concomitante.