Pasó otro 11-S. Una
vez más, la concentración en Barcelona fue un éxito. Una vez más, las
autoridades procesistas se dedican a convertir ese éxito de público en un “mandato”
popular para la independencia, imposible de desobedecer sin “traición”. Ignoran
las cifras electorales, las garantías legales, los quórums fijados para la
validez de los procedimientos, y se detienen únicamente en la foto: cientos de
miles de personas apiñadas en la Diagonal, distinguibles por el color rosa
eléctrico de sus camisetas.
No es nueva la
pretensión de sustituir el voto secreto por el plebiscito público, la
pluralidad de puntos de vista por la unidad de propósito, y la reflexión
racional por la aclamación masiva. Anteriores intentonas en ese sentido
tuvieron efectos desastrosos para la sociedad democrática; convendría que lo
tuvieran en cuenta quienes hoy basan la legitimidad de sus actuaciones en esa “vídeo
democracia”, o “democracia plebiscitaria”, o “democracia de la audiencia” (de
las tres maneras etiqueta el fenómeno la politóloga italoamericana Nadia
Urbinati).
Releo las páginas
dedicadas al tema por la autora citada, en Democracy
disfigured (Harvard University Press, 2014; lástima que no haya traducción
española de un libro así). La defensa más consistente de tales métodos ha sido
la de un jurista no precisamente demócrata, Carl Schmitt. Schmitt opuso al
secreto del voto el plebiscito público. El concepto de “público” tenía para él
la connotación de “lo que se ve”. Lo que no se ve, el ámbito de lo privado, no debe
entrar en consideración para la política, escribió el autor alemán en La crisis de la democracia parlamentaria; y
la reflexión, la meditación, la decisión sopesada con cuidado, no se ven: son
invisibles a todos los efectos. Por eso, concluye Schmitt, el público solo
tiene valor cuando está junto, cuando expresa una opción nítida y visible para
todos, cuando utiliza la soberanía que se le supone para configurarse a sí
mismo como público.
Es como mínimo
curiosa la argumentación de Schmitt al respecto. El libre albedrío y el voto en
conciencia, dice, son más bien patrimonio de la religión reformada, es decir cosa
de protestantes. Schmitt se apoya, en cambio, en la doctrina católica de la
transubstanciación. Así, del mismo modo que Cristo está presente en la
Eucaristía, la soberanía del pueblo se hace presente como epifanía en el
plebiscito. En los dos casos, la forma crea la sustancia. Al ser consagrada, la
Hostia “se convierte” en el cuerpo de Cristo, y del mismo modo la aclamación
popular se encarna en cuerpo (¿místico?) del pueblo. La imagen sustituye al discurso,
la unidad visual de una multitud se convierte en la revelación de la presencia
de una “entidad misteriosa” que escapa a toda comprensión racional.
La soberanía
popular cambia así el significado que le atribuían los viejos liberales del
siglo de las luces, y pasa a señalar la lucha por “producir e imponer una determinada
visión de la palabra”, según comentó en su crítica a Schmitt el sociólogo
francés Pierre Bourdieu.
Para el president catalán Quim Torra, como para Carl
Schmitt y disculpen la forma de señalar, no existe en la noción de “pueblo” (catalán) ni
diversidad, ni pluralidad, ni contradicción. De la imagen de la Diagonal
rebosante de pueblo catalán, del mismo modo que de la de los colegios electorales catalanes
el pasado uno de octubre, emerge un mandato inequívoco emitido por un pueblo
transustanciado. Quienes vemos toda esta cuestión de forma distinta, no contamos.
No es posible relativizar la Fe verdadera.
Nota.- A partir de mañana emprendo una excursión colectiva
a la que no voy a llevar mi ordenador portátil; estos “contrapuntos” quedarán, pues,
interrumpidos durante una semana al menos. Si tal circunstancia representa, no ya un alivio, sino una
molestia para algún lector, le ruego sinceramente que me excuse.