Retrato de Caterina Sforza, por
Lorenzo di Credi. Pinacoteca Comunale de Forlí. A la izquierda, por la ventana,
bella panorámica de la Rocca de Forlí.
Ha vuelto a llover
mucho en Atenas; bien preparado como estoy, he aprovechado para avanzar en mis
lecturas. Una de ellas es la historia de los Borgia, por Paul Strathern. Allí
he encontrado este sucedido verídico, que me apresuro a compartir.
En 1499 César
Borgia, liberado ya por su padre el Papa del cardenalato para cumplir objetivos
militares ineludibles, entró en Milán con las tropas del rey francés Luis XII. Era
el paso siguiente en una ambiciosa campaña de reconquista de la Romaña para el
papado. César había sido nombrado antes duque de Valentinois y se había casado
con una princesa (no la prevista en principio) de sangre real, que garantizaba
la alianza entre Francia y los Borgia (Milán correspondería a Luis XII en el
reparto; la Romaña, a Alejandro VI).
El duque de
Valentinois, llamado entonces en toda Italia “il Valentino” (1), se hizo con el
apoyo crítico de tropas francesas y suizas más una sustancial artillería, arte
por entonces novedoso que aún no había entrado de forma afianzada en los
manuales militares, y comenzó su propia campaña de conquista de los pequeños
señoríos romañolos. La entrada en Imola fue un cataclismo; los temibles alabarderos
suizos mostraron su propensión, afinada en siglos posteriores, a apoderarse sin
contemplaciones de los ahorros ajenos. A la rapiña añadieron la violación masiva
y sin distinciones de solteras, casadas y mozalbetes.
La señora de Imola,
Caterina Sforza, huyendo de la quema se refugió en la Rocca (la fortaleza) de
Forlí. No era la primera vez que lo hacía. Años antes su primer marido,
Girolamo Riario, al mando entonces en Imola, había sido acuchillado por los
Orsi, que ambicionaban el cargo, en el curso de un conspire. Caterina pudo salvarse
acogiéndose a la Rocca. La Rocca tenía fama de inexpugnable. Los Orsi le
pusieron sitio y exigieron a la viuda su rendición a cambio de la vida de sus
dos hijos pequeños, que guardaban como rehenes.
Es el mismo dilema
que se planteó a Guzmán el Bueno en Tarifa, y la respuesta fue la misma en
sustancia, aunque con una variante vistosa. Caterina era una mujer hermosa
(vean arriba su retrato) e indómita. Se asomó a las almenas y se levantó las
faldas hasta la cintura. Debajo no llevaba otra cosa que lo que le concedió
natura. El toisón pelirrojo debía relucir a los rayos del sol. “Mirad bien,
dicen que dijo a los sitiadores. Si matáis a mis hijos, tengo todo lo necesario
para hacer otros.”
Los Orsi abandonaron
el asedio; lo suyo no es equiparable a la visión que derribó del caballo a Pablo de Tarso
en el camino de Damasco, pero los efectos vinieron a ser similares. Caterina
recibió desde entonces el sobrenombre de la Virago, a medias infamante y
admirativo. Es decir, la mujer que tenía los redaños que se le suponen a un
hombre.
En la Rocca de
Forlí la Virago, dueña de todos sus encantos a sus treinta y siete años, volvió
a verse asediada, ahora por il Valentino, un pipiolo de veinticuatro. Antes ella
había consolado su viudez con algunos muchachos jóvenes, y se había vuelto a
casar con un miembro de la rama menor de los Médici florentinos, que la dejó
viuda de nuevo (2).
Il Valentino se
comportó con caballerosidad para con ella, hasta que se cansó. Primero la bella
sitiada afirmó que solo se rendiría ante el papa, y mandó a Roma una carta metida
en un cilindro hermético, en la que se allanaba a entregar la plaza sin
condiciones; pero la carta había sido pasada por las ropas de un hombre muerto
por la peste. Solo una indiscreción del mensajero en una noche de borrachera
libró al papa Borgia de una muerte súbita.
Luego Caterina
invitó a César a entrar en el castillo para discutir cara a cara con ella las
condiciones de la entrega. César se avino, pero cruzó el foso con armadura y a
caballo. Eso le salvó. Pudo recruzar el foso bajo una lluvia de flechas y
regresar más o menos ileso a su campo.
Il Valentino no era
persona que se tomara ese tipo de contratiempos con deportividad. Los generales
franceses que le respaldaban mantenían la opinión de que no se debía bombardear
a una sitiada del bello sexo, pero él empezó a batir las murallas con su propia
artillería. Los franceses decidieron entonces hacer una excepción a sus altos
ideales. Los cañones batieron sin descanso los muros durante diez días hasta
abrir una brecha por la que se colaron los temibles suizos. La Virago fue
apresada y presentada ante il Valentino. Para no correr más riesgos con una
persona tan peligrosa, César decidió no perderla jamás de vista, llegando
incluso al extremo de encerrarse en la habitación de ella por las noches.
La aventura de la
Romaña finalizó poco después, cuando Ludovico Sforza, pariente de Caterina, se
lanzó a la reconquista de Milán. Los franceses dejaron el ejército de César
para atender a la emergencia, y este se encaminó a Roma. Allá la Virago fue guardada
en unas estancias de los jardines del Belvedere, con toda clase de
consideraciones, hasta que intentó una fuga excesivamente audaz. Alejandro VI
la encerró entonces en el Castel Sant’Angelo, del que salió meses después
convertida en una ruina, y solo debido a la intercesión poderosa de Yves d’Alègre,
el general francés siempre caballeroso.
La Virago murió
poco tiempo después, a los cuarenta y siete años, en un convento de Florencia. Nunca
quiso hablar de lo que había ocurrido entre il Valentino y ella en los meses de
cohabitación forzada. Se ha especulado mucho sobre si hubo sadismo o ternura en
el Borgia, y si hubo rechazo o colaboración por parte de ella. A lo más que nos
permiten aproximarnos los documentos de la época es a las palabras de la propia
Caterina, ya muy cerca del final, cuando alguien le pidió que dejara testimonio
escrito de su desventura. Dijo: «Si escribiera lo que ocurrió, el mundo se
quedaría estupefacto.»
(1) El remoquete
pudo inspirar siglos más tarde a Rodolfo Guglielmi para darse el nombre de
Valentino cuando intentaba abrirse paso en Hollywood. A imagen de la divisa Borgia,
«O César, o nada», Rodolfo pudo haber adoptado la de «O Valentino, o nada».
(2) De ese
matrimonio había nacido Giovanni dalle Bande Nere, condottiero renombrado y
héroe nacional italiano. Pero esa es otra historia.