La mención fugaz a
la escritora Pearl S. Buck en un blog de culto provocó ayer un chat improvisado
en FB, en el que algunos lectores y lectoras de mi generación aproximada hablamos
(con cierto pudor) de los autores que amueblaron en su momento nuestro descubrimiento
paralelo del mundo.
Comprábamos o intercambiábamos
libros “de bolsillo” que se nos deshojaban como flores: en particular los de
Plaza Janés, de cubiertas con dibujos de comic para adultos y colorines
chillones. Austral, de Espasa Calpe, encuadernaba mucho mejor. Novelas y
Cuentos ni siquiera tenía tapas, era una especie de periódico en papel prensa y
con impresión casi ilegible a dos columnas y letra diminuta. Había también
libros precarios llegados de Argentina o de México (Losada, Sur, FCE) que contenían
verdaderas maravillas imposibles de encontrar en la grisácea España de Franco.
Cuando hablo de
descubrimiento paralelo quiero decir que nuestra norma de lectura, ociosa y
carente de cualquier disciplina o programa, la veíamos como un más allá separado
por severas líneas rojas de lo que aprendíamos en el bachillerato. El Quijote y
el Buscón, Garcilaso y Bécquer, Pereda y Azorín, Menéndez Pelayo y el Padre
Coloma, eran sencillamente “putrefactos”. A nadie le apetecía leer más de aquel
tipo de material después de habernos estrujado las meninges resolviendo exámenes
de comentario de textos.
Galdós era otra
cosa, por supuesto. Nuestros maestros de Lengua ensotanados le hacían ascos a don
Benito, y eso nos bastaba para buscar las claves del país tan raro donde
habíamos venido a parar en sus Episodios Nacionales, en particular las dos
primeras series, las de Araceli y Monsalud.
También fuimos adictos
a la Nada de Laforet y al Jarama de Ferlosio, pero como aquello no bastaba para
saciar nuestra hambre de información acerca de la vida real, recurríamos a los pocos
bestsellers extranjeros de prestigio que se nos ofrecían, tales como los
primeros libros de la señora S. Buck (gran sorpresa al buscarla ahora en
Google: la “S” venía de su apellido de soltera, Sydenstricker, quién iba a
imaginarlo), Stefan Zweig y sus Momentos estelares, Morris West y sus
sandalias, ingleses cosmopolitas como Somerset Maugham, o franceses ídem como André
Maurois.
Supongo que fue ese
mismo afán de descubrimiento el que nos llevó en derechura al Poirot de Agatha
Christie, al Padre Brown de G.K. Chesterton y, por extensión, a todo el género
negrocriminal. Como señaló Umberto Eco, un nombre llegado mucho más tarde al
jardín de nuestras lecturas, la pregunta esencial de la novela de detectives es
la misma de la metafísica y de la teología: “¿Quién es el culpable del desorden
del mundo?” No es de extrañar, por tanto, que en nuestro afán por descubrir las
claves de esa tremenda incógnita, recurriéramos una y otra vez a la solución
garantizada de algunos misterios menores, antes de atrevernos con Marx, Freud y
otros grandes descubridores de los resortes ocultos que explican el mundo tal
como se nos aparece.