Se cumplen hoy los
doscientos años del nacimiento de Karl Marx en Tréveris. Carmen y yo lo hemos
celebrado modestamente bajando al Born CCM (Centre de Cultura i Memòria), donde
pasaban en sesión matinal “El joven Marx”, película de Raoul Peck presentada al
alimón por Laura Rozalén y Andreu Mayayo, que se han declarado “marxistas” sin
parpadear. (Es sabido que el propio Marx, acosado por tertulianos
impertinentes, declaró en una ocasión que él no era marxista; ojo al dato.)
Como hemos coincidido en el lugar y hora de la celebración varios buenos amigos
que no nos vemos precisamente todos los días, hemos derivado conjuntamente, en
una transición suave y sin rupturas, del acto cultural al acto gastronómico en un
restaurante próximo. El propio Karl, viejo amigo desde prácticamente toda la
vida, habría aprobado sin vacilaciones la ortodoxia de la celebración, en lo
que ha tenido de desplazamiento desde la superestructura ideológica hacia la
infraestructura material. Y nos habría acompañado con gusto, seguro, a pesar de
que hemos consumido cervezas en lugar de su querido vino nuevo del Rin, el Neue
Rheinische Wein que fue su compañero inseparable en las primeras batallas
dialécticas. Por ejemplo, cuando se aplicó a dar la vuelta al viejo maestro
Hegel, al que tal vez los suaves caldos pajizos del Rin y del Mosela habían
inducido a colocarse cabeza abajo, y lo asentó sólidamente sobre los pies, para
alivio de los circunstantes un tanto abochornados.
Raoul Peck se toma
algunas libertades en su película con los datos biográficos estrictos, pero lo
importante es que acierta a dar el clima de aquellos años fervorosos, cuando
empezaban a bullir por todas partes las manufacturas, las nuevas clases obreras
migraban del campo a las ciudades y de Irlanda a Manchester, y los patronos
irascibles vociferaban a sus empleados: “¿Relaciones de producción? ¿Qué
galimatías es ese?”
En sintonía con la
conducta libérrima de Raoul Peck, quiero recordar aquí la historia estricta del
nacimiento de la última frase del Manifiesto del Partido Comunista, un lema que
conoció alguna boga durante cierto tiempo y luego ha ido quedando olvidado
hasta el punto de que hoy, si la pregunta saliera en uno de esos concursos
televisivos tan al uso, nadie o casi nadie sabría dar la respuesta correcta.
Marx dijo siempre
que la frase se debía a Engels; en sus memorias, este le contradijo con la
afirmación de que todo había sido idea de Marx. Yo, que asistí desde la
Contigüidad del Cosmos a aquella velada final, extenuante, en la que las
cuartillas enmendadas y llenas de tachaduras y borrones de tinta reposaron por
fin encima de la mesa iluminada por un par de velones, estoy en condiciones de revelar
la forma exacta en que transcurrieron las cosas. Los dos amigos buscaban una
buena frase para terminar el documento, algo muy necesario porque este quedaba
cojo, según Karl. “Ya pensaremos algo mejor otro día, dijo Friedrich, tienes que
tener en cuenta que es solo un papel coyuntural, para salir del paso. Haremos
algo más decente cuando esto vaya cogiendo un poco de aire.” “Vas a ver ahora
mismo lo que es bueno, mamón”, le respondió Karl, siempre cariñoso (le llamaban
el Moro; igual podrían haberle puesto de mote, el Dragón que saca fuego por las
muelas). “Ponme un poco más de vino, estoy seco”, pidió a continuación el Moro.
“Luego te pasas la noche en vela”, le riñó Jenny. “Me paso la noche en vela
porque estoy meditando sobre la caída tendencial de la tasa de beneficio”, se
defendió Karl con un punto de pedantería. “Vaya estupidez”, ironizó Jenny. “Tú
te callas”, replicó Karl. Engels, para poner fin a la trifulca que amenazaba
agriarse, sirvió el vino requerido. El Moro lo bebió de un trago, inspiró,
empezó: “Proletarios…”, y se quedó en blanco. El General (Engels) le imitó vaciando
de un golpe generoso su propia copa, entrecerró los ojos y recitó: “Proletarios
de todos los países, a la lucha.” “Nada de lucha”, terció Jenny. “¡Poned algo
más elevado, más significativo, una convocatoria en positivo, realmente universal!”
“¡Uníos!”, gritó entonces
Karl. “¡¡Uníos!!”, proclamó Friedrich, y se subió encima de la mesa. “¡¡¡Uníos!!!”
coreó Jenny a los dos. Y los amigos se precipitaron a escribir el colofón en la
última cuartilla.
“Buena frase”,
comentó luego Karl en tono apreciativo. “Con esto creo que resolvemos la
papeleta, por lo menos de momento.”