La escena del pecho salvaje desencadenado, en "Todo lo que quería saber sobre el sexo pero temía preguntar", de Woody Allen.
Estamos en agosto y
la prensa viene repleta de sucesos irrelevantes. Son incontables, por ejemplo,
las noticias sobre personas muertas debido al ansia por aparecer en las redes
sociales haciendo alguna cosa singular, que a fin de cuentas se les fue de las
manos. Imposible evitar la conclusión de que la humanidad no ha perdido gran
cosa con la desaparición de esas personas, dicho sea con todo el respeto a
ellas y a sus deudos.
Un truco menos
peligroso para ganar notoriedad, solo posible para mujeres bellas y con ansias
reivindicativas, es burlar el veto de Facebook e Instagram a los pechos
femeninos. Es un triunfo conseguir que las redes difundan una fotografía o un
vídeo en el que se adivine de algún modo la sombra de la areola o el pico a
contraluz del pezón de una famosa o aspirante a serlo.
No está claro, sin embargo, para
quién ni para qué sea un triunfo la fugaz exhibición anatómica, pero en todo
caso el logro viene respaldado por cientos de miles de likes. (Ahora dicen que se van a eliminar los likes, y nos invade la angustia de qué se inventará para
sustituirlos, dado que la aprobación entusiasta del prójimo anónimo es la
gasolina que alimenta el motor de nuestra autoestima.)
En las piscinas de
Barcelona, según disposición judicial recentísima, las mujeres podrán enseñar
el pecho sin rebozo. Para decirlo con más exactitud, “no podrá prohibírseles”
enseñarlo. Bien. La noticia es típicamente agosteña en el sentido antes
mencionado de su absoluta irrelevancia. No se prevé que la disposición vaya a
generar ningún “efecto llamada”, ni abarrotar las instalaciones acuáticas de
varones ansiosos de comprobar in situ la
disposición dual y la turgencia de los atributos femeninos públicamente
desvelados.
Es curioso que la sentencia
judicial mencione la “igualdad” como argumento. En efecto, yo mismo llevo
tiempo inmemorial exhibiendo el pecho en playas y piscinas; pero no considero
que tal circunstancia sea un derecho adquirido, sino más bien un permiso.
También he hecho el amor totalmente o cuando menos parcialmente desnudo, pero
no como ejercicio de un derecho sino más bien por gusto. Nunca, ni bajo ningún
concepto, he hecho el amor con los calcetines puestos; ahí entra también el
ingrediente del gusto propio, pero asimismo la deferencia hacia mi compañera.
El punto al que
deseo ir a parar es que el pecho masculino y el femenino no son iguales, por
más que las variantes trans y la utilización de la silicona enmascaren en buena
medida los perfiles diferenciales en ciertos casos. La igualdad, entonces, no
sirve como argumento; viene a ser como mezclar peras con manzanas, según la
acreditada explicación de Ana Botella.
Es más, si la
picardía de nuestras famosas más revoltosas consiste en airear sus pezones esquivando
el veto de Instagram, no puede descartarse que la permisividad en las piscinas
barcelonesas conduzca a medio plazo a un descenso porcentual significativo de
la práctica del topless. Qué quieren
que les diga. Los más viejos de la localidad recordarán todavía aquel cuplé de
la pulga que mordía las carnes de la vedette por entre los encajes de su ropa
interior. Si le quitamos el picante frívolo al jueguecito de tapar y destapar,
la realidad prosaica pierde gran parte de su aliciente. Un pecho femenino desnudo no es
más que un pecho femenino desnudo.