lunes, 20 de julio de 2020

MI AMISTAD CON LUCIO (II). BELLEVILLE




Carmen con Lucio, a la puerta de la vivienda-sala de actos de la rue des Cascades. «El aprendizaje que siempre te faltará, le decía Lucio, es no haber pasado más hambre de niña, porque el hambre es el motor principal del progreso de la humanidad.» «Pues yo de niña siempre tenía hambre», le respondía Carmen.

 

«Yo no sé escribir», me dijo Lucio, con sencillez, en la cafetería de la calle Consell de Cent.

He descrito así, en otro lugar, la prosa de Lucio: «Estaba escrito a bolígrafo sin dejar casi márgenes, sin puntos y aparte, sin sintaxis, con añadidos intercalados al dorso de muchas páginas… Lucio lo había escrito tal como habla, con repeticiones y con continuos incisos para seguir una idea o a un personaje que se le cruzaba en el relato. Algunas palabras estaban directamente en francés, ponía “entreprisa” en lugar de empresa, o la “cour” por el tribunal. Pero también me saltaron a la vista algunas frases directas, contundentes, como talladas en granito. Valía la pena intentar conservar aquel estilo.»

Ni se me ocurrió decirle que no, pero me di cuenta de lo complejo de aquella aventura. La historia de Lucio tenía implicaciones positivas con las que me sentía solidario, pero otras me parecían auténticas barbaridades. La cuestión era ayudarle y al mismo tiempo no implicarme personalmente en una idea muy salvaje de la anarquía.

Entendí además que el documento autógrafo que Lucio me había puesto en las manos tenía una trascendencia incluso general. Cuando le devolví todo aquel paquete, más de un año después, me preguntó para qué lo hacía. «Haberlo tirado», me dijo, y yo le contesté que donase aquellos textos tal como estaban a alguna academia, la de Historia por ejemplo; que habría estudiosos que los utilizarían algún día. Espero que me haya hecho caso.

Encargó a su hermana Satur, sin decirme a mí nada, que me remitiera por giro postal 500 euros como paga y señal por mis servicios. No habíamos hablado de pago ni de precios. Le pedí a Lucio por teléfono que me pagara solo en el caso de que él tuviera beneficios por la venta del libro. Me contestó que él no iba a cobrar nada: «Quiero que todo lo que se saque vaya para los presos», dijo. «Entonces no me des nada tampoco a mí. Estaremos juntos en esto», le contesté.

Dijo «los presos». Alguien puede pensar que se refería a los políticos, pero Lucio no hacía esos distingos. Le tenía horror a la cárcel, y todos los que la padecían eran iguales para él, presos “políticos” del Estado Leviatán. Financió toda clase de revueltas contra el Estado. El Estado era el Mal absoluto, y todo lo que se hiciera para derribarlo era bueno. Esas eran su lógica y sus creencias.

En marzo yo tenía el trabajo lo bastante avanzado para evaluar las lagunas enormes del redactado original de Lucio. Había hilos sueltos por todas partes, historias iniciadas que no concluían. Era necesario que completara lo escrito con más textos, que yo no podía escribir por él.

Se me ocurrió una idea brillante. En marzo está el aniversario de mi boda con Carmen. Lo celebraríamos con un corto viaje a París, y tendríamos tiempo extra para un par de sesiones de trabajo con Lucio. Le telefoneé para explicárselo. Le dije que en cuanto encontráramos un hotel sencillo y céntrico, volvería a llamarle con la información. «¡Qué hotel! ─protestó─. En mi casa sobra sitio, venid y nos arreglaremos.»

Vivía solo, en un edificio cuya planta baja estaba ocupada por un gran salón de actos, el Espace Louise Michel, con unos aseos a un lado y una cocina en el rincón opuesto. La cocina prácticamente solo se utilizaba para que sus eventuales visitantes se prepararan café, Lucio hacía todas sus comidas fuera. Por una escalera lateral se subía al piso, donde estaban los dormitorios y el baño. Había mucho sitio, de verdad. «Esconded la maleta y dejadla siempre cerrada con llave, nos advirtió Lucio. Aquí entra toda clase de gente, y no hay ninguna puerta cerrada.»

En todo lo referente al libro nos entendimos casi sin palabras. Yo le llevé una lista de veintitantas propuestas de extensión del texto de los primeros capítulos: sobre la familia, sobre la vida en Cascante, sobre el entramado represivo de los años de la posguerra civil. Lucio se ponía a redactar cuando se levantaba, tempranísimo, y me presentaba los deberes hechos a la hora del desayuno.

El libro creció. Lucio respetaba todo trabajo hecho con competencia. Se burlaba de “algunos compañeros” que llegaron a su casa dispuestos a hacer la revolución y no sabían manejar una escoba.

Pero no nos dejó barrer, ni fregar, y casi ni hacernos las camas (por ahí no pasamos). Una compañera venía todas las mañanas a arreglar la casa, tenían un acuerdo implícito los dos, y a los dos les iba bien.

Lucio tenía esposa, Anne, y una hija de ambos (tuvo también otra hija, con otra mujer). Con el yerno legal habían montado una pequeña empresa de construcción. Pero vivían todos separados. «Anne tiene un mal genio terrible, y yo también. Estamos mejor así, pero la quiero como no he querido a nadie en el mundo», me dijo Lucio. En otro tranco de esta historia hablaré de Anne.

«Aprendí el francés a partir de las canciones», me explicó Lucio, que llegó a París en 1954, con los bolsillos vacíos y la necesidad de ganarse la vida como fuera. Una noche nos llevó a cenar un bistró próximo al parque de Belleville, porque aquella noche actuaba Riton-la-Manivelle, un artista del organillo. El repertorio consistió en Piaf, Ferré, Brel, Brassens, Mouloudji, Gainsbourg, L’Affiche Rouge y el Chant des Partisans. Riton nos repartió cuadernillos con las letras de las canciones, para que las cantáramos todos a coro. A la salida, un tanto achispados, Lucio y yo volvimos cantando a dúo por la calle una canción anarquista italiana recordada a medias sobre Sante Caserio, el hombre que apuñaló al presidente francés Carnot. Carmen fue testigo de la cantata, no bebe nunca y era la única sobria de la compañía.

«Tú eres judío, claro», me decía Lucio con mucha sorna, no sé si para picarme. «Todos los catalanes sois judíos.» «Seguro que algo de judío tengo, aunque supongo que la raza anda muy mezclada. No como vosotros los vascos, que sois de raza pura.» «Lo peor que tenemos los vascos, refunfuñaba Lucio, es que somos muy rezadores.»

El día en que nos despedíamos de París tuvo lugar en el Espace Louise Michel un gran acto por los presos de Acción Directa. La sala estaba hasta los topes. Asistimos a una filmación sobre una activista liberada por motivos de salud (estaba enferma terminal, murió a los pocos días), y allí fui presentado a Héliette Besse, el hada madrina de los presos, una mujer de una abnegación y un desinterés absolutos.

«Tendremos que vernos más veces», le dije a Lucio como despedida, después de darle las gracias por su aplastante hospitalidad. 

«La próxima, en Cascante», me respondió.

(Continúa mañana)


Sesión de trabajo en la cabecera de la sala de actos del Espace Louise Michel. Se aprecia la cocina de rincón, invisible para la audiencia.