Ya sé que es una ingenuidad preguntarlo, pero pongamos que estoy
hablando de un cielo metafórico, de un cielo no exactamente como el que se
describe en el catecismo de Ripalda, aunque en algunos aspectos debe de
parecérsele mucho.
Un primer indicio curioso es el de ese parlamentario inglés que
ha dejado de forma sonada la política porque no le daba para llegar a fin de
mes. Aquí no estamos en Inglaterra, es sabido; en Inglaterra no tienen tan
perfeccionado como aquí el sistema de las puertas giratorias, ni ese curioso
juego de espejos, al estilo de la escena final de La dama de Sanghai, que permite una ilusión de
ubicuidad, de modo que el lugar donde aparece la imagen no es nunca el mismo
lugar donde se encuentra realmente la persona reflejada. Pero aun y con todo,
algunos elementos novedosos de nuestra política patria hacen pensar.
Tomemos el caso Gallardón. Dimite con pompa y circunstancia de
la política y al día siguiente se le encuentra en un consejo político del que
nadie tenía noticia clara y que le proporciona 80.000 euros anuales en
contraprestación de una reunión semanal. Nada del otro mundo, por cierto. Nadie
se creerá que ese hombre ha dejado la política por ochenta mil anuales. De
haberse tratado de ochenta mil mensuales estaríamos más cerca del precio real
de mercado de un animal político (lo digo en el sentido aristotélico de la
expresión, zoon politikon, ya saben ustedes) de semejante
calibre.
Tiene que haber algo más. Bastante más, incluso. Hubo un tiempo
en que los políticos patrios se aferraban a sus cargos con tanta desesperación
como si la poltrona fuera el tópico clavo ardiendo. Pero desde hace algún
tiempo la cosa ya no ocurre, por lo menos en determinados ambientes y en
relación con determinadas personas. José María Aznar lo dejó sin que nadie le
obligara, y aquello pareció en su momento una suspensión de las leyes físicas
que conciernen a la vida política. Lo dejó Esperanza Aguirre, que nunca ha
ocultado sus ambiciones (legítimas, por supuesto), alegando motivos inconcretos
de salud que el tran tran de la vida cotidiana posterior no ha justificado. El
mismo Gallardón, a quien sería injusto calificar de ambicioso porque lo que
siempre le ha caracterizado es un afán polimorfo de servicio convertido en
adicción irresistible, ha transitado de la presidencia de la Comunidad a la alcaldía
de Madrid y de ahí al ministerio de Justicia, antes de abandonarlo todo debido
– según la explicación oficial – a la decepción que le ha producido un traspié
legislativo menor.
¿Y qué se fizo el rey don Juan?, preguntaríamos en coplas al
estilo de don Jorge Manrique. ¿Qué se fizo Rodrigo Rato? Después de circular
con un movimiento uniformemente acelerado por diversos altos cargos públicos
nacionales e internacionales de mucho tronío, y de ingresar en el negocio
publiprivado con la dirección de una entidad bancaria que no nombro para no
mentar la bicha en estas páginas virtuales cándidas como los lirios del campo,
¿dónde está ahora exactamente? ¿Qué hace, de dónde cobra? La perspectiva es
inquietante. Tanto más cuanto que Ana Botella ya ha anunciado que no tiene
intención de estrenarse en unas elecciones populares y que prefiere retirarse a
la vida privada. ¿Con lo puesto? ¿Así no más, sin tan siquiera un beso de
despedida a ese pueblo madrileño que tanto la adora?
Debe de haber en alguna parte, en un repliegue del continuo del
espacio-tiempo, en la letra pequeña de una partida olvidada de unos
presupuestos apócrifos, un cielo fabricado exprofeso para los políticos que
dimiten. No un cielo como el del Ripalda, pero casi.