Urna electoral transparente de metacrilato con candado.
Quim Torra y su mentor desde los cielos, Carles Puigdemont, descartan ir a elecciones por la razón de que un acto así “debilitaría las instituciones”.
Caramba, eso es
nuevo.
Oriol Junqueras, en
la cárcel (que sea por poco tiempo) y por esa razón in albis de los vientos que azotan las cumbres borrascosas de la
antigua y baqueteada casa solariega, se ha sentido sorprendido. ¿Cómo puede ser
que unas elecciones debiliten lo mismo que determinan?
Junqueras es un
antiguo.
Las instituciones
que resultarían socavadas, en el caso de que la ciudadanía catalana recaiga en
la funesta manía de votar, serían precisamente las que encabezan los dos
adláteres. Hasta ahí podíamos llegar. La gente, la buena gente, ha de entender
que el derecho a decidir vale solo para engrescar el cotarro, pero no es un
derecho incondicionado e ilimitado. No es válido cuando puede afectar a las
cosas de comer: de comer Quim Torra y Carles Puigdemont, agraciados en su día
en la rifa de una presidencia para la
Generalitat, y que aspiran a eternizarse bicéfalamente en el puesto.
Lo que conviene en
este momento, afirma Torra, es una huelga general. Dicho así puede parecer un
delirio, pero, como oportunamente ha precisado José Luis López Bulla, se trata
de algo más. No es un delirio a secas, sino un delirio húmedo: un delirium tremens.
Ya tenemos
experiencia de esas huelgas. Dejan de trabajar los funcionarios en nómina de la
Generalitat y los servicios dependientes de ella. La participación en la huelga
no se somete al voto de los trabajadores, porque eso iría en contra de las
instituciones superiores, que son las que tienen la sartén por el mango. La
“huelga” circula de arriba abajo sin obstáculo, porque los botiflers que se planteen la opción del esquirolaje serán
represaliados. Los piquetes de los CDR recorren las calles y ensucian las
puertas de las sedes de los sindicatos. Ensuciar es lo que mejor se da a tales
héroes de la desobediencia civil por un lado, y del como usted diga senyor president, por el otro lado.
El resultado es
presentado ante el mundo mundial como un nuevo ejercicio heroico de democracia
sin cortapisas.
Pero ahora se añade
un nuevo matiz, de cierta importancia: ahora estamos hablando de una democracia
sin urnas. “Poner las urnas”, como se hizo a la babalá aquel primero de
octubre, ahora ya no es un síntoma de fortaleza sino de debilidad democrática.
En Catalunya.