Iluminaciones de viaje
Castel del Monte. Su estructura simétrica no se
abarca completamente si no es desde el cielo, donde en la época de su
construcción no había posibilidad de situar a ningún observador humano. Abajo,
el esquema de su planta octogonal. Las dos imágenes son cortesía de M.A.
Carreras.
La persona que
dirigió la construcción de Castel del Monte, el emperador del Sacro Imperio
Federico II Hohenstaufen, fue un hombre de carácter excéntrico y numerosos
saberes: según los cronistas, que quizás exageraron un pelo, hablaba nueve lenguas
y escribía en siete; fue un experto en filosofía, matemáticas, astronomía,
medicina y ciencias naturales; fundó una escuela poética y una universidad;
tuvo que ser además un experto halconero, puesto que escribió un tratado De arte venandi cum avibus, del arte de
cazar con aves.
Sus contemporáneos
le dieron el sobrenombre de Stupor mundi,
asombro del mundo. No puede excluirse que el apodo tenga una carga oculta
de retranca. En cualquier caso, el papa Gregorio IX tiró por la calle de en
medio y le llamó sencillamente Anticristo. Eran tiempos de guerra abierta entre
el papado y el imperio.
La pregunta del
millón es para qué hizo construir Federico Castel del Monte. Es una
construcción bellísima, única en el mundo en su género, pero no, en absoluto,
una fortaleza militar. Anna, nuestra guía, defendió con calor las posibilidades
militares del castillo. Dijo, por ejemplo, que no tenía foso porque no lo
necesitaba. Bien. Tampoco tiene sitio donde alojar a una guarnición numerosa,
ni unas cocinas capaces, ni cuadras para los imprescindibles caballos, ni
corrales o gallineros o huertos interiores para atender al sustento de los
habitantes, ni barbacana, aspilleras, matacanes y otros adminículos
considerados imprescindibles en el género fortaleza por los arquitectos
militares.
Es una construcción
colgada entre el cielo y la tierra, en lo alto de un monte, dominando un
extenso territorio pero más con la intención de ser observada que de observar.
Encerrada en sí
misma, simétrica, hermética, dialoga directamente con el cielo y se hurta detrás
de muros espesos al paisaje que la rodea.
Su planta es
octogonal, con ocho torres también octogonales en los ángulos. No tiene almenas.
Posiblemente se hicieron desde lo alto observaciones y quizás mediciones astronómicas,
pero no cabe calificarla de observatorio. No ofrece tampoco concesiones a los
fastos cortesanos, no es un lugar de recreo y ocio social; es más bien el
refugio de un hombre solitario, contemplativo, un punto misántropo.
Es también una imago mundi, opuesta a la de las
iglesias que proliferaban a su alrededor. En lugar de la planta en forma de
cruz, que recordaba a los creyentes la redención, elige la forma de una corona
imperial plantada sólidamente sobre la tierra, emanada y descendida del cielo
protector que le confiere una autoridad irradiada hacia todos los acimuts, redonda
y sobrenatural.
No es, entonces, un
castillo-fortaleza sino un castillo-teoría, una explicación acabada de la
estructura íntima del mundo hacia arriba y hacia abajo, radicalmente original y
diferente de la habitual explicación religiosa.
Solo encuentro dos
términos adecuados de comparación a esa función filosófica y científica de la imago mundi, y los dos son posteriores
en muchos siglos a Castel del Monte: la torre Eiffel de París y el Atomium de Bruselas.