Edificio Louise Weiss, sede del
Parlamento europeo en Estrasburgo, Francia.
La “aldea global”
es hoy un poco más provinciana. El particularismo le ha ganado un pedazo más de
terreno a la dimensión planetaria de los problemas y de las soluciones, a partir
de la puesta en marcha del ‘brexit’. La Europa unida con la que nos atrevimos a
soñar en algún momento se extendía mucho más allá de sus propias fronteras, en
la dirección de una dimensión universal en la que todos cabríamos con comodidad, gracias a aquellas
normas universales de democracia, empatía y reciprocidad que Kant fue el primero en
definir.
La Unión Europea
real, no la soñada, nunca se atrevió a pensar tan en grande como lo hicieron
algunos grandes europeístas: Jacques Delors, Altiero Spinelli, Willi Brandt,
Bruno Trentin… Su día a día fue funcionarial y burocrático; su mayor símbolo,
un Banco; nunca quiso darse una Constitución, tan solo llegó a un permiso de
circulación, muy activo para las mercancías y no tanto para las personas,
sometidas al escrutinio del ‘dentro’ y el ‘fuera’.
La ambición de la
Unión ha sido alicorta. Es la crítica que formula Spinelli en su libro de
memorias (Cómo traté de hacerme sabio, Icaria
2019, p. 391): «La unidad europea no era la respuesta al problema del orden
pacífico mundial, sino la mera contribución europea a la construcción de un
orden mundial que se basaba aún en estados soberanos cuyos componentes fundamentales
eran ya algunas grandes comunidades de dimensiones continentales o poco más
pequeñas.»
La defección de una
de esas “grandes comunidades” transcontinentales recorta el territorio europeo
pero, peor aún, empequeñece además la idea de una unidad colocada por encima de
los campanarios de naciones, nacioncillas y nacionalidades, y que las
trasciende.
Cuando nos entren
ganas de renegar “¡Qué cabrones, los británicos!”, habremos de añadir, si somos
enteramente sinceros: “Qué cabrones, nosotros mismos”.
Este ha sido un
fracaso de todos. Y el mundo global, en consecuencia, se adorna con una nueva
línea de fractura.
No hay estropicio
que no sea posible reparar, cierto. Pero hace falta conciencia de cómo hacerlo.
He aquí un útil consejo del Conde Lucanor (siglo XIV, obra del infante Don Juan
Manuel): «Quien no cata los fines, hará los principios errados.»