El escriba sentado. Museo del
Louvre, antigüedades egipcias
Explica Irene
Vallejo, en El infinito en un junco (Siruela
2019), cómo el pensamiento y la escritura ocupaban en la antigüedad espacios
diferenciados. El pensamiento y la narración se transmitían de boca en boca; su
guardián era la memoria. Sócrates, el hábil sofista que filosofaba en las plazas
y en los pórticos, sostenía que la escritura mata el pensamiento, porque con lo
que está inerte, codificado de una vez para siempre, no se puede dialogar.
La escritura, en cambio, nació
en Mesopotamia y en Egipto, para llevar las cuentas: tantas medidas de trigo,
tantas unidades de tierra de labranza, tantas cabezas de ganado. Los números
servían para lo que servían, pero eran necesarios signos para indicar el trigo,
la leche, el oro, el propietario, el comprador, los términos de los contratos.
Los fenicios
simplificaron el complicado alfabeto pictográfico que tanto poder depositaba en
manos de los escribas sentados egipcios, que ejercían de notarios y
registradores de la riqueza que se producía para mayor gloria de Faraón. Los
griegos mejoraron el alfabeto fenicio y lo convirtieron en un instrumento infinitamente
flexible. La escritura se liberó de la cuadrícula de los estadillos y se asoció
al pensamiento oral para darle mayor proyección (el escrito llega más lejos que
la voz) y mayor fiabilidad (el boca a boca deforma la expresión inicial de
forma inevitable; el escrito es siempre idéntico a sí mismo cualesquiera que
sean los ojos que lo lean).
El alfabeto supuso
también una revolución social, al democratizar los saberes. Las cumbres del
pensamiento de cada época eran por primera vez accesibles a todos, con tal de
que dominaran ese instrumento simple y eficaz: la lengua, el alfabeto.
Y la posibilidad
para los de abajo de compartir y discutir los saberes, antes arcanos y
sagrados, de las castas superiores, posibilitó también cambios políticos antes
impensables. Atenas fue la cuna de la democracia, y no fue ajeno a ese hecho
que la Grecia antigua poseyera el alfabeto más avanzado, la lengua más
extendida y la influencia cultural más profunda.
Irene Vallejo lo explica
así, en su libro (pág. 116):
«Aunque
los rebeldes y revolucionarios seguían saliendo tan malparados como antes, sus
ideales tenían nuevas posibilidades de sobrevivirles y difundirse. Gracias al
alfabeto, algunas causas perdidas se han ganado con el paso del tiempo. Incluso
si la mayoría de los textos continuaron apuntalando el poder de reyes y señores,
se abrieron intersticios para voces indómitas. Las tradiciones perdieron algo
de su solidez inamovible. Ideas novedosas sacudieron las vetustas estructuras
sociales.»