lunes, 3 de junio de 2019

ESE PERRO DEL TINTORETTO



Detalle de El Lavatorio, cuadro de Jacopo Robusti il Tintoretto, en el Museo del Prado. El perro, en primer término.


El Prado otra vez, inevitable por la efemérides de su centenario. En elpais semanal han tenido una buena idea: convocar a diez personalidades de significaciones distintas y colocarlas delante de diez cuadros elegidos por ellas, para que nos expliquen qué es lo que ven. Nadie afirma que se trate de las diez mejores obras de la pinacoteca, nadie insiste en que se trata de obras imprescindibles.

Hay un gran vocerío sobre lo imprescindible en la cultura; nos reclaman desde todos los ángulos que nos pongamos a la obra ya mismo a fin de no dejar perder para siempre todo el alimento cultural bien cifrado y clasificado que estamos necesitando urgentemente sin saberlo: los cincuenta libros que hemos de leer, las veinte ciudades que hemos de visitar, los cuarenta mejores bares de diseño del barrio más in, los cinco o siete lugares recónditos donde descubriremos las mejores croquetas o patatas bravas del mundo, las ocho nuevas series televisivas que no podemos dejar de ver.

La iniciativa de elpais semanal tiene, a lo que entiendo, un sentido distinto. Diez personajes, como podrían ser otros, y cada cual elige y explica qué y por qué ha elegido. Los convocados no se decantan por la excelencia canónica establecida, sino por lo que más les peta, ya sea en general o en ese momento en particular. Después, se esfuerzan en contarnos sus razones para preferir esta y no otra pintura en el amplio abanico de posibilidades que ofrece el museo.

Mi preferencia particular, puesto a elegir una de las diez obras que vienen en el reportaje de Borja Hermoso, se decantaría quizás por el Lavatorio del Tintoretto, ese cuadro de gran formato elegido por Ter, a la que no conocía de nada pero que, evidentemente, entiende mucho de arte, de arquitectura y de perspectiva.

No es mi caso, pero me fascinan esas diagonales y líneas de fuga que recorren la geometría visible de una escena cuya significación cuesta descubrir.

Todo está a la vista y todo queda oculto en el espacio abierto plasmado por el artista. Ninguna jerarquía visual ─según la convención utilizada en todas las pinturas desde que, en la visión ingenua del románico, Dios era pintado en un tamaño mayor al de los santos, y estos tenían a su vez más bulto que los simples mortales, o que los animales presentes, ya fueran asnos o bueyes, leones, elefantes o camellos─, ninguna jerarquía visual, digo, nos conduce al personaje importante, entre los grupos de personas colocadas al azar, pero un azar muy estudiado y muy sabio. La mesa del banquete se proyecta hacia nosotros y no sabemos si lo hace desde la derecha o desde la izquierda, porque todo depende de dónde nos hayamos colocado para mirar.

Y luego está ese perro colocado en primer plano y en mitad de la escena. Un perro inexplicable en una escena de lavatorio de pies, un perro sin empatía, de una indiferencia olímpica ante el Dios hecho Hombre situado en línea con su mirada aburrida.

No es un perro, claro, sino un topos, un lugar geométrico, el punto fijo en torno al cual oscila toda la escena, de modo que nuestra mirada ejerce de péndulo de Foucault que, sin privilegiar uno u otro foco de atención, los recorre todos sucesivamente a un ritmo pausado, isócrono, imperturbable.

Ese perro del Tintoretto.