La princesa Shehrezade, símbolo
de supervivencia femenina durante mil y una noches frente a la rutinaria
“violencia intrafamiliar” del sultán. Mil y una Shehrezades, sin embargo, han
muerto en España a manos de sus sultanes respectivos, desde 2003,
Mil mujeres han
muerto víctimas de violencia de género en España desde que en 2003 empezaron a
contarlas. Murieron muchas antes de esa fecha; también después, han muerto
algunas que no han sido contabilizadas debido a que no encajaban en el criterio
administrativo. O sea, si un energúmeno se lleva por delante a la mujer y a la
cuñada que intentó defenderla, la mujer vale como víctima de género, pero la
cuñada no. La cuñada entra en otra casilla y es contabilizada en otra
estadística, en función de parámetros distintos.
Lo mismo ocurre con
los hijos/as; unos, muertos en el mismo rapto de ira justiciera; otros,
huérfanos.
Quedémonos con la
cifra redonda, sin embargo. Mil mujeres. Más una, dado que fuera ya de cómputo
ha aparecido el cuerpo de Mònica Borràs enterrado en el jardín de la casa de su
ex pareja, en Terrassa.
Mil y una. De ellas
sería plausible descontar a muchas, siguiendo los criterios penales de la
Audiencia de Pamplona: las que se lo merecieron, las que provocaron, las que lo
pedían a gritos, las que hacían la vida imposible al santo varón hasta que un
día perdió la paciencia. La casuística es infinita. Si las descontamos con tanto
cuidado discriminatorio, quizás únicamente deberíamos contabilizar a tres,
Santa María Goretti por supuesto y dos más, una de ellas dudosa.
Quizás sea esa la razón
por la que el nuevo alcalde de Madrid ha retirado de la plaza de la Cibeles las
pancartas contra la violencia de género que había mandado colocar la Abuelita.
De esas cosas no se habla. La forma más adecuada para hacer desaparecer la
violencia de género, según el nuevo consistorio, es no hablar de ella.
Silenciarla. Clasificarla como “violencia intrafamiliar”.
[ José Luis Martínez-Almeida ha extendido la
doctrina del silencio administrativo también a otras áreas: la contaminación
atmosférica, por ejemplo. Se supone que no hay contaminación, si no se combate:
entonces, es no solo posible sino loable dar paso libre a toda clase de vehículos
por el casco urbano, y permitir los libres atascos de la circulación en Madrid
Central. Tan típicos, tan bonitos, tan añorados por Isabel Díaz Ayuso. ¡Dios!
La Abuelita no hacía más que regañar a todo el mundo y dar malas noticias. ¡Cuánto
mejor se está sin sus cantarelas, todos piripis de dióxido de
carbono after hours! ]
¿Quién dice que las
derechas no tienen un plan de país? Son las pioneras de un nuevo “Estado del
bienestar añejo” en el que tiene generosa cabida la violencia intrafamiliar
dentro de un orden acorde siempre con las tradiciones; y también la respiración
gozosa de esa atmósfera espesada por los tubos de escape que por lo demás
tampoco antes, cuando el aire venía puro de la sierra, era inocua, como se
comprueba en el refranero: «El aire de Madrid, que mata a un hombre y no apaga
un candil.»
Cualquier hombre en
este Madrid recasticizado podrá ser un sultán, y cualquier mujer, su
Shehrezade. Dependerá de ella únicamente sobrevivir a cada velada y ver la luz
del alba siguiente. Habrá de aguzar su ingenio para entretener a su hombre con
historias y leyendas, de modo que nunca caiga en el tedio y el aburrimiento. Le
va el cuello en el lance. Ninguna institución municipal la va a amparar de la
rutinaria violencia intrafamiliar, que es algo muy nuestro, muy enraizado y muy
entrañable.
Con el pequeño inconveniente
añadido de que mata, eso sí. Como los atascos de tráfico.