El general Luigi Cadorna fue el jefe de Estado mayor del
ejército italiano durante la
Gran Guerra. Brillante estratega – en opinión de algunos
historiadores militares –, dirigió las operaciones en el frente del Isonzo. En
el verano de 1916, su ofensiva masiva en torno a Gorizia dejó como balance una
ínfima ganancia territorial a cambio de una cifra aterradora de bajas por fuego
enemigo y por enfermedades debidas a la insalubridad, la desnutrición y otras
circunstancias. El nombre de aquella campaña ha quedado fijado para la
posteridad en una canción inolvidable: O Gorizia tu sei maledetta. Al año siguiente, en octubre de 1917,
Cadorna recibió informes imprecisos de inteligencia sobre una ofensiva
inminente del ejército austrohúngaro reforzado por contingentes alemanes.
Estudió su posición en los mapas, revisó los tratados de estrategia más
prestigiosos, y decidió que aquella ofensiva no podía tener éxito. En la
batalla de Caporetto el ejército italiano sufrió 40.000 bajas entre muertos y
heridos, y el enemigo hizo prisioneros a más de 280.000 hombres y capturó 3.150
piezas de artillería. Se perdió toda la región del Friul. Muchos pueblos en
torno al Isonzo nunca fueron recuperados; Caporetto se llama hoy Kobarid y
forma parte de Eslovenia.
En los Cuadernos
de la cárcel, Antonio Gramsci
dio el nombre de cadornistas políticos a los burócratas de la estrategia que
planifican sobre hipótesis “lógicas” y desestiman los obstáculos reales que se
oponen a sus iniciativas. Es difícil, afirmó, extirpar de los dirigentes el
cadornismo, «es decir, la persuasión de que una cosa se hará porque el
dirigente considera justo y razonable que se haga.» Y si a fin de cuentas la
cosa en cuestión no se hace, la culpa recaerá en aquellos que “habrían
debido…”, etc. De hecho, después del desastre de Caporetto Cadorna culpó de lo
ocurrido a una pretendida huelga de brazos caídos de los soldados italianos, en
su mayoría campesinos procedentes de levas forzosas, que habrían sido
inficionados por “quimeras pacifistas” propagadas en los regimientos por
activistas anarquistas y comunistas. La baja moral de la tropa después de
muchos meses de guerra de desgaste, la desnutrición debida a la escasez de las
raciones, la brutalidad de los mandos hacia quienes eran considerados como mera
carne de cañón, no pesaron en la balanza del juicio. Los jefes se sintieron
satisfechos de sus propios desatinos e hicieron recaer la culpa en los
soldados-masa que no habían sabido cumplir con precisión las órdenes recibidas.
Se expresa en esa actitud toda una concepción vieja y errónea
del mando, según la cual, a los dirigentes les corresponde “decidir” en
abstracto, y a los dirigidos “ejecutar” en lo concreto. Como si hubiese una
correlación estrecha entre, digamos (es tan sólo un ejemplo entre muchos
posibles), la idea abstracta de la independencia de los pueblos y el itinerario
real, sembrado de obstáculos, que puede conducir, o no, a un pueblo concreto
hacia esa independencia. Karl Marx, impaciente con los brujuleos de algunos
cadornistas del movimiento obrero de su época, los llamó «alquimistas de la
revolución».
Los alquimistas de cualquier especie son vendedores de humo
peligrosos. Peligrosos porque, como argumentaba Gramsci en relación con
Cadorna, «juegan fuerte con la piel de otros». Si la cosa finalmente sale mal,
se encogen de hombros y piensan: en fin, otra vez será. Sin considerar el
desperdicio de fe y los sacrificios inútiles que han provocado.