La sentencia sobre
el procés, conocida en todos sus pormenores esta mañana, ha sido sobre todo un
baño de realidad.
La esfera política de
la Cataluña oficial levitaba. De las encuestas que daban a un 85% de la
ciudadanía como favorable a un referéndum consensuado, se extrajo la
consecuencia de que existía una mayoría consistente y aguerrida dispuesta a
conseguir la independencia con urgencia y por cualquier medio, unilateral
incluso.
No era lo mismo.
Se confundió de
forma interesada el malestar sordo por el problema de fondo, con las vías más
drásticas para resolverlo. Hubo autoengaño por parte de una parcela de la clase
política que pensó que el proceso sería fácil, corto y pacífico; que el único
ingrediente necesario para activar la receta era el coraje; que los dubitativos
y los poco aficionados a “mojarse” seguirían sin rechistar la marcha enérgica
de una vanguardia triunfal; que la acreditada “bondad” personal de los dirigentes
(pienso sobre todo en Junqueras, en Romeva, en Rovira, en Comín, y en el alarde
que han hecho de su propia excelencia) era la mejor garantía para el éxito de
la operación en su conjunto.
El autoengaño fue trasladado pedagógicamente a una parte de la ciudadanía muy dispuesta a escuchar las voces
procedentes de arriba. Escuchaban a Turull o a Jordi Sánchez y creían estar
oyendo la voz de Artur Mas o la de Jordi Pujol.
Pero ni Pujol ni Mas
han salido salpicados por este proceso. Maestros en el arte de nadar y guardar
la ropa, sus actuaciones y sus declaraciones a lo largo de varios años han sido
mucho menos imprudentes en relación con el “tigre de papel” de los aparatos de
Estado que las de esa nueva generación floreciente que acaba de ser
inhabilitada y encerrada en seguro por una sentencia que ni siquiera ha buscado
el ensañamiento.
Queda,
naturalmente, la vía de los recursos a Europa; y también se emitirán a Europa
nuevas órdenes de busca y captura de los Puigdemont de Alfarache que pisaron el
teatrillo de las instituciones con menos ingenuidad y más dosis de picaresca
que sus vecinos.
No se percibe qué
podrían cambiar esas vicisitudes pendientes en la realidad dolorosa que la
sentencia hace gravitar sobre (lo digo en versos de Dante) una Cataluña “serva, di dolore ostello; nave senza
nocchiere in gran tempesta; non donna di provincie, ma bordello.”