La Comunidad de Madrid es una
gran reserva de especies extinguidas. Los dinosaurios transitan en libertad, y
eso es admirable en sí mismo. Primero, por la libertad que tienen, y de la que
presumen, de hacer lo que les da la gana, ni más ni menos; la desregulación completa.
Segundo, por el microclima singular que presta vida después de la vida a
grandes armatostes zoológicos que se pasean a la sombra de la cruz de
Cuelgamuros tan ternes como si estuvieran en los albores de la Evolución.
Sentado este
principio, confieso que no me esperaba lo que ha sucedido. Pensaba en una
contienda electoral reñida, donde los fallos en cadena de las dos grandes
opciones clásicas, izquierda y derecha, a lo largo de la campaña se compensarían entre sí. Para mí, antes
que otra cosa era de temer un resultado adverso sí, pero ajustado.
Ajustado. Eso
pensaba yo.
Ayuso es muy bruta,
y eso lo vemos todos los que tenemos dos ojos en la cara. Pero las bruteces de
Ayuso caen en gracia a un público propicio, encantado de ser “diferente”, y más
encantado todavía de ser “desigual” respecto de todo lo que hay alrededor.
Así lo entiendo, y
reconozco que puedo seguir equivocándome después de la ducha fría de realidad
de ayer. Yo diría que Ayuso no es exportable, o que es muy difícilmente
exportable, a otras latitudes que carecen de la entrañable contaminación del
microclima político de la capital. En Lleida y en Albacete, en Alicante y en
Zamora, las bruteces de Ayuso son percibidas como bruteces, y su calculada
chulapería deja al personal, no ya indiferente, sino indignado. La vida tiene
otra textura en provincias, donde la caña de cerveza no se concibe como unidad
de medida de la libertad de las personas. La apasionante vida fácil de Madrid
no tiene parangón en ningún otro lugar de la piel del toro. La victoria
incontestable de Ayuso no refuerza las opciones de Casado ni supone ninguna
enmienda a la totalidad de Sánchez, como tampoco de Von der Leyen ni de Biden.
Necesitamos en los tiempos que corren modelos muy distintos, que nos prometan
tenacidad y resiliencia, no días de vino y rosas.
Ángel Gabilondo ha
sido un error de casting, porque no ha sido modelo de nada sino de sí mismo.
Frío, soso, poco empático. El PSOE ha cosechado con él su peor resultado
histórico. De la opción más votada en 2019, ha pasado a no ser ni siquiera la
opción de izquierda más votada. En estas elecciones no conviene mirar solo a la
ganadora; la letra pequeña ofrece lecciones también instructivas. Y por
fuerza debe prestarse atención al hecho de que Gabilondo no solo no ha sido
capaz de sumar ningún escaño de los 26 que ha dejado libres Ciudadanos, sino
que ha dejado caer en el camino buena parte de lo que guardaba en sus alforjas.
El caso de Pablo
Iglesias es diferente. Ha pasado como un meteoro por la política, estuvo en el
ápice durante unos momentos celestiales en los que encarnó las esperanzas de
mucha gente ─buena, excelente, entrañable gente─, y se ha despeñado en una
escaramuza colateral, al estilo de César Borgia, como si su divisa fuera también
“O Pablo o nada”.
Se va de la política.
Esa es también su libertad soberana. Los tiempos requieren un tipo de liderazgo
que no es el que puede ofrecer él. Siente que ha dejado de ser útil. Sin duda
las virtudes de Mónica García y de Yolanda Díaz son más adecuadas para lo que
todos necesitaremos en la etapa de la postpandemia y la transición energética
que se avecina, y que va a exigir mucho realismo, mucha resiliencia, mucha
humildad.
Mónica y Yolanda ofrecen
dos buenos puntos de apoyo para una reconstrucción de la izquierda operativa.
Seguro que se entienden mejor entre ellas que Pablo e Íñigo, y sobre todo,
seguro que tienen más que ofrecernos a una ciudadanía muy castigada, muy
sufrida también, que nos encontramos ahora mismo en nuestro cuarto de hora de
desolación.