jueves, 1 de junio de 2023

AMAR LA BOMBA

 

 


Cartel de la película “Dr. Strangelove”, de Stanley Kubrick.

 

Ahora que ha quedado atrás (pero no del todo) la política de la deterrence, la disuasión, como motor principal de la inversión militar de las superpotencias para soslayar la eventualidad de un holocausto nuclear, ahora precisamente estamos aprendiendo a “amar la bomba”.

La bomba era el protagonista de aquella película de Stanley Kubrick llamada “Doctor Extrañoamor”, aunque en nuestras pantallas recibió el título ridículo de “Teléfono rojo, volamos hacia Moscú”, como si se tratara de una entrega de cine de hazañas bélicas y eso la hiciera más comercial. El largo subtítulo original rezaba: “Cómo aprendí a despreocuparme y amar la bomba”. El proceso de aprendizaje de Peter Sellers en sus diversos papeles (el oficial, el doctor loco, el presidente) era aleccionador. Ahora que ya hemos superado la política de bloques y nos encontramos en un mundo global (signifique ello lo que signifique), la “bomba” de Damocles que pende de un hilo sobre nuestras cabezas no tiene la misma capacidad destructiva inmediata, pero sí conduce a corto plazo a un destrozo irreversible del planeta. Es algo que sabemos, pero preferimos ignorar. Hay (como en la película) dos clases de negacionismo de la “bomba”: el explícito (eso no va a suceder porque no ha sucedido nunca), y el sobreentendido (no hay que preocuparse porque las medidas oportunas serán tomadas con toda puntualidad más adelante, en algún momento imposible de precisar por el momento).

Quienes aman la ampliación del aeropuerto de Barcelona son negacionistas .de la segunda especie: todo se hará con las debidas garantías de preservación del medio ambiente, dicen, como si la ciudad estuviera en una situación de normalidad medioambiental que por supuesto se mimará con escrúpulo. Tan solo se trata de cubrir la conexión regular con la costa Oeste de Estados Unidos y con el Extremo Oriente, me ha argumentado un experto en la materia que además me acusó de “ludita”. Los luditas destruían las máquinas de las hilaturas en la primerísima revolución industrial. Un método de lucha improvisado, pero en cierta forma clarividente. Nos lo ha explicado el eminente economista “ecológico” Joan Martínez Alier, con ocasión de recibir un premio internacional: la economía industrial no es circular, sino entrópica. ¿Qué quiere decir eso? Esta es su respuesta literal: «Cuando la economía industrial crece, los ecosistemas se destruyen.»

Hemos tenido tres avisos muy serios de la magnitud de las dislocaciones económicas en un planeta seriamente enfermo: un crac de las finanzas globales; una pandemia que fue imposible detener antes de una mortandad homérica porque hacerlo “contravenía las libertades individuales”; y un agravamiento catastrófico del cambio climático, que está saltando por encima de todas las barreras dispuestas para contenerlo, por culpa de que “los automóviles no tienen la culpa” (Trias dixit), la ampliación del aeropuerto tampoco, y la contaminación ciudadana se va a intentar resolver a través de más interiores de manzana en Barcelona, y de muchas macetas en los balcones en Madrid.

Estamos convocados a votar otra vez el próximo 23J. No es nada probable que el cambio climático comparezca en la ocasión, del mismo modo que ha pasado de puntillas por el 28M. No es un tema que dé votos, antes bien los resta.

De modo que la mejor opción, para quien se preocupe sinceramente por estos temas, será aprender a amar la bomba.

Dicho con una expresión de Theodor Kallifatides, nuestro cerebro es un reloj que no funciona y además se ha detenido a una hora equivocada.