Apoteosis
del campanile giottesco de la catedral de Florencia, en una fotografía de I.
Manfredi. La luz casi sobrenatural añade maravilla sobre maravilla.
No faltan opiniones que sostienen que el de Giotto en
Florencia es el campanile más bello del mundo. Lo dijo Ruskin en “Las siete
lámparas de la arquitectura”, pero casi nada de lo que haya escrito Ruskin,
pelmazo dogmático donde los haya, es enteramente de fiar, y uno de los
fastidios más grandes que nos agobian a los mortales es esa necesidad de los
poncios de clasificar la belleza – algo inclasificable por naturaleza – en una espiral
ascendente de menos a más, a fin de confeccionar listas oficiosas de
excelencias. Se hace con las cervezas artesanales o los cocidos madrileños; con
las bandas de reguetón o con las películas de Frances McDormand; con los castillos
roqueros o con las catedrales góticas.
Olvídense entonces de clasificaciones. A mediados del siglo
XIII la venerable iglesia florentina de Santa Reparata se caía literalmente a
pedazos, y el commune (el municipio, dispensen, no tenía intención de
hacer ningún apunte político) encargó al arquitecto Arnolfo di Cambio la traza
de una nueva catedral que había de ser la más grande y hermosa de la
Cristiandad, o por lo menos claramente superior a los dos bellísimos templos
recién levantados en Pisa y Siena, que acaparaban la admiración de los
viajeros.
Eran tiempos de soberbia municipal, y Florencia tenía
empeño en quedar por delante de cualquiera en la competición. Uno de sus hijos
más ilustres (aunque no predilecto, nunca pudo regresar del exilio debido a una
condena a muerte que pesaba sobre él), Dante Alighieri, expresó esta situación
en dos versos de su Commedia, que me voy a permitir citar pudorosamente
en su lengua original, sin traducirlos: «… la rabbia fiorentina, che superba
/ fu a quel tempo sí com’ora è putta».
Sea ello como fuere, la construcción de Santa Maria del
Fiore (la flor en cuestión era, parece, el lirio que aparecía en el escudo de
la ciudad) se prolongó durante más de siglo y medio, y alcanzó finalmente con
creces las dosis de magnificencia previstas. Uno de sus maestros de obras,
hacia el 1330, fue Giotto di Bondone, contemporáneo riguroso de Dante y conocido
sobre todo como pintor, que fue el autor de la traza del campanile exento que
se levanta a un costado de la fábrica principal. A diferencia del de Pisa, que
además no quedó del todo bien asentado sobre sus cimientos, Giotto lo imaginó como
una serie de pisos superpuestos, pero no exactamente iguales. Ahí entraron en
juego las dos circunstancias que le dan superioridad sobre cualquier otro,
según Ruskin: por un lado la inclusión del color en la arquitectura; por otro,
el juego de las proporciones, de manera que, dado que la función de la torre
es sobre todo “ser vista”, su manera de ofrecerse a los paseantes tiene muy en
cuenta que estos la ven desde abajo.
La estética de la construcción de Giotto se vio
comprometida en el siglo siguiente por el añadido de una cúpula gigantesca imaginada por Filippo Brunelleschi. Un prodigio técnico, pero un hiper volumen
visible desde todos los acimuts y capaz de oscurecer el fino tallo de lirio, el “Fiore” emblemático, concebido
por Giotto.
La fotografía de Manfredi resalta la esbeltez y la
proporción del campanile, y disimula el volumen del cupulón que lo vigila de
cerca. En la foto aérea bajo estas líneas aparece el conjunto completo,
presidido por el Baptisterio octogonal cuyas puertas de bronce, labradas por
Lorenzo Ghiberti, dieron fe de bautismo a la amplia revolución estética que había
de ser conocida en las historias del arte como Renacimiento.