Koré
de Euthydikós, desenterrada cerca del Partenón en 1882. Datada hacia 480 aC.
Museo de la Acrópolis, Atenas.
Dedicado
a Albertina, después de una conversación.
Quedé sorprendido cuando, después de haber publicado en
Facebook una foto mía delante del portal románico de mármol rosa de Vilafranca
de Conflent, un amigo de los de largo recorrido me comentó con sorna: «Muy de misa
te veo».
No habíamos podido entrar en el templo, etapa del Camino “francés”
de Santiago (en su origen no era francés sino catalán, del Rosellón que formaba
parte de la Corona de Aragón). Lo habríamos hecho de estar abierto el portal,
pero no por un impulso religioso, sino meramente estético. Este equívoco es una
constante en la Historia del Arte: el artista crea su obra con una intención, y
el aficionado de pocos o muchos siglos después la ve desde unos parámetros
absolutamente distintos, en ocasiones aberrantes. (Ahora mismo en Florida han
despedido a una maestra que mostró a sus discípulos la figura del David de
Miguel Ángel así tal cual, sin siquiera vestirla con unos calzoncillos.)
Nuestra forma de apreciar el arte es por lo general
ahistórica, despegada de las circunstancias que le dieron origen. Esa mirada “limpia
de polvo y paja” tiene la ventaja de permitir la asociación libre de ideas y la
comparación objetiva inesperada, no lastrada por prejuicios “de época” aunque a
veces lleve las anteojeras de los prejuicios de la época actual (se editarán de
nuevo las novelas de Agatha Christie para darles una capa de pintura “políticamente
correcta”).
Desde esa mirada no comprometida con la Historia, les
propongo –solo para sus ojos– un pequeño recorrido en torno a la belleza melancólica
de tres muchachas de épocas distintas. La primera y la segunda son griegas, del
mismo siglo V aC, pero diferentes en su intención. La primera corresponde al
llamado ”estilo severo”, el umbral del gran período clásico del arte helénico.
Hasta que apareció ella, todas las Korés preclásicas sonreían. En cambio
su mirada, no hostil pero sí de una gravedad austera, la individualizó desde su
descubrimiento como “la Enfadada” (la Boudeuse).
Muchacha triste. Pintura sobre un lekythos de fondo blanco, atribuida al llamado Pintor de los Triglifos. Hacia 410 aC.
La segunda representa a una muchacha llorosa, sentada en
los escalones que conducen a su tumba. Es una figura bellísima y lamentable, un
reclamo patético de lo que pudo haber sido y no fue.
Georges
Van Zevenberghen, ‘La planchadora’, 1907.
En la tercera, ni siquiera hay mirada; está de espaldas,
volcada en un trabajo fatigoso y humilde. Y no es, a nuestros ojos, menos bella
que las otras dos. Puede sin desdoro formar parte de la misma serie de
muchachas adorables que nunca han recibido la parte que sin duda merecían de
alegrías de este mundo.