La
España de charanga y pandereta: Ramón Tamames y Fernando Sánchez Dragó, en una
imagen reciente.
Ferrovial no es una gran empresa española que de pronto nos
abandona, como el desodorante a media tarde, y emigra a otras latitudes más
bonancibles en un paroxismo de ingratitud.
Para empezar, una empresa ya no es una empresa en el
sentido clásico de la palabra; no es algo físico, no tiene un propósito
económico unitario, no se adscribe a un sector concreto de la producción o los
servicios. La OIT ha renunciado, por impotencia que no por otra razón, a
definir lo que es la empresa en el momento actual. Algunos autores la han
caracterizado como un “flujo” más en un mundo de flujos. Las empresas, como los
flujos magistralmente descritos en un aria de “Rigoletto”, del maestro Verdi, son
piume al vento che mutan d’accento e di pensier.
Lo único que está claro, en esta “economía global financiarizada”
que incorpora lo mejor de cada escuela de pensamiento y de cada casa bien, es
que las empresas no dependen de los Estados nacionales, sino al revés. Las empresas
revolotean libres en el éter virtual y recogen el néctar de las flores que
encuentran a su paso para llevarlo diligentes a sus accionistas (los
prioritarios, claro; al resto, que les den). En este trabajo azacanado, los
grandes grupos consolidados de empresas se alinean a lo largo de diversas
cadenas de valor, y los que tiran del carro en posiciones de privilegio tienen
la capacidad de dictar tanto el precio de las cosas como el del trabajo de las
personas implicadas, al margen de lo que declaren las leyes económicas,
sociales y fiscales de cada país. El Estado se limita a hacer favores no
retribuidos, ejercer de guardián del tráfico, y en algunos casos (véase
Ferrovial como ejemplo paradigmático) lucir la cornamenta del marido engañado.
El conjunto de las empresas de un país o territorio dado se
ve auxiliado en su acción infatigable por otro elemento de una gran
importancia, la Banca, una institución estrictamente privada que tiene como
función redistribuir el valor realmente producido en el proceso económico. La
primera distribución la ha hecho el Estado soberano mediante su política
fiscal. Ocurre que el Estado cada vez llega a menos porción del pastel, y a la
inversa es cada vez mayor la parte desviada desde la banca hacia sus clientes
predilectos, mediante fondos de inversión y otros instrumentos sofisticados de
lo que se viene llamando “finanzas creativas”. De ese modo, la Banca no
facilita créditos a los emprendedores en general, sino que los “dirige” a
grupos de emprendedores amigos, y con ellos se reparte las ganancias. Entre ellos
se deciden los ganadores y los perdedores de cada apuesta en la ruleta de una
economía de casino.
Las dos características que importa retener de las finanzas
creativas son, entonces: primera, que no producen riqueza sino que se limitan a
extraer rentas y mover capitales de un lado a otro; segunda, que el bienestar
del común les importa lo que a un soplillo de chimenea. Son un parásito de la
economía real, la chupan y la desangran sin parar. Por lo demás los bancos son entes
privados, dirigidos por sacerdotes y sacerdotisas atentos/as a la prosperidad
del negocio, y cuyos ingresos pingües les sitúan en el estamento bien destacado
de la “gente de bien” (en palabras de nuestro jefe de la oposición).
No concierne al gran empresariado y a la banca ninguna cosa
relacionada con la salud y el estado físico o anímico del cuerpo social. Ellos
se oponen a todo: a los salarios mínimos, a las pensiones acordes con el coste
de la vida, a la exigencia de decencia en la oferta de trabajo. Y no les preocupa
el aumento potencial de la presión impositiva, porque tienen sus capitales
propios fuertemente blindados y en gran medida ocultos en paraísos fiscales.
De modo que nada de eso motiva la decisión de una gran empresa
de trasladar su sede a los Países Bajos o tributar en Estados Unidos. Serán en
todo caso consideraciones relacionadas con la optimización de su cifra de
negocios. Un incentivo más, un descuento fiscal, una golosina en forma de
contrato público-privado, atraerá su curiosidad o su gula, pero no será en
ningún caso un factor decisivo en su conducta.
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No quiero acabar sin apuntar que no está todo dado y
bendecido, sin embargo. Hay posibilidades de corregir la dislocación, de
enderezar el rumbo de la economía, siempre que esta esté presidida por una idea
“política”, algo de lo que ahora mismo carece por completo.
Conquistar para Europa una mayor democracia económica sería
una buena manera de empezar. Pero esa “democracia económica” solo empezará a
ser significativa cuando salga de las puertas de las empresas; cuando implique
a las fuerzas políticas y sociales que ahora están o subordinadas o distraídas;
cuando aborde cuestiones como el “dumping” fiscal, cree incentivos para la
innovación y la producción socialmente útil, desarrolle una banca pública que
corrija la excesiva voracidad de la privada, y marque las líneas maestras para
una distribución más solidaria de bienes de civilización importantes (salud,
educación, vivienda, energía limpia) de modo que todos tengamos acceso a ellos.
Entonces la salida de las crisis aparecerá como un remedio
eficaz para todos; obra de cooperación y de solidaridad, y no boccato di
cardinale para unos y duelos y quebrantos para los más. Que así sea.