“Credete Cimabue nella
pintura
Tener lo campo, e ora ha
Giotto il grido
Sí che la fama di colui
è scura.”
DANTE, “Commedia”,
Purgatorio XI, 94-96.
El mayor poeta y el mayor pintor de la República de Florencia
en el Trecento fueron rigurosamente contemporáneos (Dante 1265-1331; Giotto
1267-1337), aunque probablemente nunca llegaron a conocerse en persona. He
leído en algunos comentaristas que Dante “colocó” a Giotto en el Purgatorio,
cosa bastante ridícula porque al morir el primero seguía vivo el segundo, y además
en el ápice de su fama. A quien sitúa Dante en el círculo del Purgatorio
destinado a los orgullosos es a Oderisi da Gubbio, un miniaturista que se tuvo
en vida por el mejor en su arte, pero se arrepintió a tiempo de su soberbia y
desde el ultramundo reconoce que esa fama la merecía mejor que él Franco el
Boloñés. Lo cual lleva al poeta a algunas consideraciones añadidas en torno al
carácter volátil de la fama, que decae al aparecer nuevos artistas más grandes
que los que en su época tuvieron la reputación de insuperables. Así ocurrió,
escribe Dante, con Cimabue y su discípulo Giotto en la pintura, y con “los dos Guidos”
sucesivos (Guinizelli y Cavalcanti) en la poesía. Por cierto, ahí Dante se sitúa
a solo un paso de caer en el mismo pecado que señala, cuando añade refiriéndose
a los Guidos (Canto XI, 98-99): “… forse è natto / chi l’uno e l’altro
caccerà del nido.” Es decir, el
poeta que los derribará de su pedestal tal vez ha nacido ya. No es muy oscuro
el enigma de a quién pudo referirse.
Además de mi afición a Dante, me reconozco una debilidad
personal por Giotto. En ese sentido puedo afirmar que soy florentino (no Pérez)
de corazón. También ateniense, cierto, pero esa es otra historia que no viene a
cuento aquí.
La pintura que encabeza estas líneas corresponde al ciclo sobre
la vida y la leyenda de San Francisco empezado por Cimabue y pintado en su
mayor parte por Giotto en la basílica superior de Asís, que resultaría
parcialmente dañada en 1997 por un terremoto. La escena cuenta de una forma
concisa y expresiva la ocasión en la que, afligida la ciudad de Arezzo por una
guerra intestina, el santo vio revolotear demonios sobre las torres y, postrándose
de rodillas para rezar, ordenó al hermano Silvestre que expulsara de allí a los
malignos.
La posición del santo y el brazo extendido del monje dibujan
en la composición una diagonal imperativa cuya fuerza fulmínea parece alborotar
y llenar de confusión a los espíritus inmundos. La figura de Francisco queda recogida
visualmente dentro de la serena arquitectura del templo; en el lado opuesto, la
ciudad ocupada está separada del mundo exterior por una gran grieta irregular,
y los aretinos se asoman a las puertas sin saber por dónde huir.