Lucrezia
Tornabuoni de joven, retrato de Piero Benci llamado “Pollaiolo” (en efecto,
su padre vendía pollos).
Al viejo Cosimo di Medici y a su esposa Contessina no les
atraía la vida de ciudad y preferían con mucho la espaciosa casa de campo de
Careggi, donde se labraba la tierra y vivían rodeados de animales de granja,
desde las vacas y los caballos de los establos hasta las gallinas y los patos
que picoteaban por todas partes en busca de comida. Pero la Banca Medici era la
más destacada de Florencia, y los dos convinieron en que el honor de la firma
exigía de la familia la construcción de un palacio en la Via Larga.
Un palacio “no demasiado caro ni ostentoso”, imploró
Contessina. De su misma opinión era Cosimo, que torció el gesto al ver los
planos que le presentó Michelozzo, el “arquitecto de cabecera” que ya trabajaba
en la reforma del convento dominico de San Marcos, costeada por los Medici: «Mucho
palacio para tan poca familia.»
Cosimo tenía dos hijos varones, descontado uno más, bastardo:
eran Piero “el Gotoso”, de mala salud crónica, que ahora administraba el
negocio familiar, y Giovanni, aficionado a las artes y a los objetos bellos,
pero distraído y torpe en los negocios. Quien más cerca estaba del corazón de
Cosimo era Lucrezia Tornabuoni, esposa de Piero y madre de cinco chiquillos:
Lorenzo, Giuliano, Maria, Bianca y la pequeña Nannina. De Lucrezia, una mujer
culta, poeta a ratos y también piadosa, práctica y discreta, decía el abuelo
Cosimo: «Es el único hombre de la familia.»
Fue ella quien reclamó una capilla en el centro del nuevo palacio
de la Via Larga. Michelozzo improvisó una solución, un espacio cuadrado no muy
grande ni muy bien iluminado, de techos altos. Aquel oratorio debía estar
dedicado a la Adoración de los Magos, la fiesta religiosa preferida tanto por
Lucrezia como por sus hijos. A Cosimo le agradó seguramente, en abstracto, la
idea de unos reyes venidos de lejos para doblar la rodilla ante la familia
reunida en un pesebre.
En 1459 el palacio estaba casi terminado. Para la
decoración de la capilla se había encargado al maestro Filippo Lippi una tabla
de altar con Jesús, María y José en el portal de Belén. Era lo principal, el foco
desde el que había de irradiar la luz de las velas a todo el espacio piadoso y
festivo. Para decorar las paredes, Piero buscaba un artista menos notorio, que
trabajara deprisa y barato.
Justo entonces le llegó noticia del antiguo ayudante de Fra
Angélico, Benozzo di Lese, que regresaba a Florencia con la intención de
casarse y establecerse, ahora que se había hecho con el título de maestro pintor.
Era un conocido de la familia, desde la reforma de San Marcos. Piero lo llamó,
le enseñó la capilla y le explicó su idea. Quería sobre todo dos cosas: mucha
pintura de oro que iluminara a la luz de las velas la estancia más bien oscura,
y retratos de los miembros varones de la familia Medici mezclados con el
cortejo de los Reyes. También quería, de modo muy particular, coros de ángeles
cantores, en consonancia con la letra de un villancico compuesto por su esposa
Lucrezia: «Venite, angioli santi, / e venite sonando: / venite tutti quanti,
/ Gesù Cristo lodando / e la gloria cantando / con dolce melodia.»
Benozzo entendió el asunto a la perfección. Se conformó con
un salario modesto y solo pidió un anticipo para comprar colores finos, oro y
azul, que dieran un tono brillante a su trabajo sobre las tres paredes que
rodeaban el altar. Plantó el andamio, y empezó a pintar ángeles en la parte
superior de la pared colocada a la derecha del altar.
La familia seguía aún en Careggi. Piero, de regreso a Florencia
después de un viaje corto de negocios, quiso inspeccionar las pinturas de la
capilla antes de marchar al campo. El pintor se había retirado ya, y la mansión
estaba vacía. Piero abrió el portón con su propia llave, entró en la capilla
alumbrándose con una vela, trepó trabajosamente al andamio, y a la sola luz de
esa vela examinó desde muy corta distancia los ángeles de Benozzo.
No le gustaron. Las bocas abiertas aparecían forzadas, los
cuerpos demasiado rígidos, los rizos de oro de los cabellos eran demasiado
llamativos y desordenados. Malhumorado, bajó del andamio, y a la mañana
siguiente envió al pintor un billete escueto en el que le exigía reconsiderar
el contrato al más breve plazo.
Benozzo entendió demasiado bien el fondo del problema. En
su época de ayudante de Fra Angélico, la división del trabajo era nítida: para
él la tierra, para su maestro el cielo. Lo espiritual le caía lejos, lo suyo
eran los goces terrenales. En su respuesta a Piero utilizó un argumento sensato:
los ángeles debían ser vistos desde el nivel del suelo, donde se situaban los
fieles, y no desde un andamio. Las bocas eran demasiado grandes, en efecto,
pero si se reducía su tamaño, desde abajo los querubines parecerían mudos. Lo
mismo respecto al brillo de los cabellos. Pero si Piero no estaba contento, él
lo borraría todo y lo reharía a su costa, hasta darle entera satisfacción. La
conclusión era de una humildad desarmante: «Lo haré tan bien como sepa; y lo
que no haga, será porque no lo sé hacer.»
También explicó a Piero que, mientras esperaba la decisión
definitiva, seguiría pintando, para no retrasar los plazos. Y tuvo suerte:
Piero hubo de salir de nuevo de viaje, y Lucrezia se instaló en el palacio con
sus hijos antes de que él volviera. Benozzo había dispuesto otro coro inferior
de ángeles en un jardín, con árboles, flores y multitud de pájaros de todas
clases. Cuando Piero entró por fin en la capilla, vio allí a su mujer y sus
hijos observando animadamente las rápidas pinceladas de Benozzo. Lucrezia le
dijo enseguida que lo del coro superior de ángeles no le parecía tan grave;
Lorenzo, Giuliano, Maria y Bianca le saludaron entusiasmados, y Nannina le
tendió los brazos, “¡Papá!”, para enseñarle un majestuoso pavo real.
No hubo rescisión de contrato. Y cuando un par de meses más
tarde aparecieron los abuelos, Cosimo tuvo un sobresalto de felicidad retrospectiva.
En el cortejo de los Magos que serpenteaba por las paredes, estaban retratados
él mismo y los principales personajes de la República de Florencia; pero, sobre
todo, los tres reyes que cabalgaban majestuosos, uno en el centro de cada pared
de la capilla, eran el último emperador de la recién caída Constantinopla, el
patriarca de la Iglesia oriental, y su propio nieto, el joven Lorenzo, el
muchacho que concentraba sus mayores esperanzas de continuidad de la estirpe, y
que años después sería llamado el Magnífico.
El cortejo rememoraba el Concilio ecuménico celebrado en
Florencia treinta años atrás, en el que Cosimo ejerció de perfecto anfitrión. En
las sesiones se había acordado la reunión definitiva de las dos Iglesias
separadas, la de Roma y la de Bizancio; pero la muerte repentina del patriarca
oriental, tal vez envenenado por la facción intransigente, malbarató a última
hora todos los esfuerzos.
Benozzo había visto aquella procesión de dignidades cuando
era un chiquillo, y su retina privilegiada la había conservado a lo largo de
los años y había sabido plasmarla de nuevo. Una larga hilera de hombres y
caballerías, sin principio ni fin perceptible, sube y baja por las paredes de
la capilla, contornea ciudades, cruza bosques donde cazadores y lebreles persiguen
ciervos y otras presas, vadea ríos y se entretiene en menudas tareas. En la
larga fila de personalidades son muchos los retratos reconocibles, y el autor
se incluye también a sí mismo, en un segundo plano, tocado con un bonete en el
que se lee, en letras de oro, “Opus Benotii”. Giuliano aparece de pie
junto a su hermano Lorenzo.
La capilla tiene una magia particular. La tabla de Lippi,
excelente, corre el peligro de pasar inadvertida, hasta tal punto resulta
fascinante el carrusel ideado por Gozzoli sin ninguna intención moral, sin
didactismo, por puro juego y goce de vivir. Como he explicado en la entrada
anterior, el artista se vio obligado a tomar conciencia de sus puntos débiles,
pero supo al mismo tiempo jugar con inteligencia sus cartas de triunfo.
Y eso podemos agradecerle al cabo de los siglos.
Benozzo
Gozzoli, El cortejo de los Magos (detalle). Palacio Medici-Riccardi, Florencia.