jueves, 9 de febrero de 2023

EL ARTISTA QUE PINTABA MAL LOS ÁNGELES (II)

 


Lucrezia Tornabuoni de joven, retrato de Piero Benci llamado “Pollaiolo” (en efecto, su padre vendía pollos).

 

Al viejo Cosimo di Medici y a su esposa Contessina no les atraía la vida de ciudad y preferían con mucho la espaciosa casa de campo de Careggi, donde se labraba la tierra y vivían rodeados de animales de granja, desde las vacas y los caballos de los establos hasta las gallinas y los patos que picoteaban por todas partes en busca de comida. Pero la Banca Medici era la más destacada de Florencia, y los dos convinieron en que el honor de la firma exigía de la familia la construcción de un palacio en la Via Larga.

Un palacio “no demasiado caro ni ostentoso”, imploró Contessina. De su misma opinión era Cosimo, que torció el gesto al ver los planos que le presentó Michelozzo, el “arquitecto de cabecera” que ya trabajaba en la reforma del convento dominico de San Marcos, costeada por los Medici: «Mucho palacio para tan poca familia.»

Cosimo tenía dos hijos varones, descontado uno más, bastardo: eran Piero “el Gotoso”, de mala salud crónica, que ahora administraba el negocio familiar, y Giovanni, aficionado a las artes y a los objetos bellos, pero distraído y torpe en los negocios. Quien más cerca estaba del corazón de Cosimo era Lucrezia Tornabuoni, esposa de Piero y madre de cinco chiquillos: Lorenzo, Giuliano, Maria, Bianca y la pequeña Nannina. De Lucrezia, una mujer culta, poeta a ratos y también piadosa, práctica y discreta, decía el abuelo Cosimo: «Es el único hombre de la familia.»

Fue ella quien reclamó una capilla en el centro del nuevo palacio de la Via Larga. Michelozzo improvisó una solución, un espacio cuadrado no muy grande ni muy bien iluminado, de techos altos. Aquel oratorio debía estar dedicado a la Adoración de los Magos, la fiesta religiosa preferida tanto por Lucrezia como por sus hijos. A Cosimo le agradó seguramente, en abstracto, la idea de unos reyes venidos de lejos para doblar la rodilla ante la familia reunida en un pesebre.

En 1459 el palacio estaba casi terminado. Para la decoración de la capilla se había encargado al maestro Filippo Lippi una tabla de altar con Jesús, María y José en el portal de Belén. Era lo principal, el foco desde el que había de irradiar la luz de las velas a todo el espacio piadoso y festivo. Para decorar las paredes, Piero buscaba un artista menos notorio, que trabajara deprisa y barato.

Justo entonces le llegó noticia del antiguo ayudante de Fra Angélico, Benozzo di Lese, que regresaba a Florencia con la intención de casarse y establecerse, ahora que se había hecho con el título de maestro pintor. Era un conocido de la familia, desde la reforma de San Marcos. Piero lo llamó, le enseñó la capilla y le explicó su idea. Quería sobre todo dos cosas: mucha pintura de oro que iluminara a la luz de las velas la estancia más bien oscura, y retratos de los miembros varones de la familia Medici mezclados con el cortejo de los Reyes. También quería, de modo muy particular, coros de ángeles cantores, en consonancia con la letra de un villancico compuesto por su esposa Lucrezia: «Venite, angioli santi, / e venite sonando: / venite tutti quanti, / Gesù Cristo lodando / e la gloria cantando / con dolce melodia.»

Benozzo entendió el asunto a la perfección. Se conformó con un salario modesto y solo pidió un anticipo para comprar colores finos, oro y azul, que dieran un tono brillante a su trabajo sobre las tres paredes que rodeaban el altar. Plantó el andamio, y empezó a pintar ángeles en la parte superior de la pared colocada a la derecha del altar.

La familia seguía aún en Careggi. Piero, de regreso a Florencia después de un viaje corto de negocios, quiso inspeccionar las pinturas de la capilla antes de marchar al campo. El pintor se había retirado ya, y la mansión estaba vacía. Piero abrió el portón con su propia llave, entró en la capilla alumbrándose con una vela, trepó trabajosamente al andamio, y a la sola luz de esa vela examinó desde muy corta distancia los ángeles de Benozzo.

No le gustaron. Las bocas abiertas aparecían forzadas, los cuerpos demasiado rígidos, los rizos de oro de los cabellos eran demasiado llamativos y desordenados. Malhumorado, bajó del andamio, y a la mañana siguiente envió al pintor un billete escueto en el que le exigía reconsiderar el contrato al más breve plazo.

Benozzo entendió demasiado bien el fondo del problema. En su época de ayudante de Fra Angélico, la división del trabajo era nítida: para él la tierra, para su maestro el cielo. Lo espiritual le caía lejos, lo suyo eran los goces terrenales. En su respuesta a Piero utilizó un argumento sensato: los ángeles debían ser vistos desde el nivel del suelo, donde se situaban los fieles, y no desde un andamio. Las bocas eran demasiado grandes, en efecto, pero si se reducía su tamaño, desde abajo los querubines parecerían mudos. Lo mismo respecto al brillo de los cabellos. Pero si Piero no estaba contento, él lo borraría todo y lo reharía a su costa, hasta darle entera satisfacción. La conclusión era de una humildad desarmante: «Lo haré tan bien como sepa; y lo que no haga, será porque no lo sé hacer.»

También explicó a Piero que, mientras esperaba la decisión definitiva, seguiría pintando, para no retrasar los plazos. Y tuvo suerte: Piero hubo de salir de nuevo de viaje, y Lucrezia se instaló en el palacio con sus hijos antes de que él volviera. Benozzo había dispuesto otro coro inferior de ángeles en un jardín, con árboles, flores y multitud de pájaros de todas clases. Cuando Piero entró por fin en la capilla, vio allí a su mujer y sus hijos observando animadamente las rápidas pinceladas de Benozzo. Lucrezia le dijo enseguida que lo del coro superior de ángeles no le parecía tan grave; Lorenzo, Giuliano, Maria y Bianca le saludaron entusiasmados, y Nannina le tendió los brazos, “¡Papá!”, para enseñarle un majestuoso pavo real.

No hubo rescisión de contrato. Y cuando un par de meses más tarde aparecieron los abuelos, Cosimo tuvo un sobresalto de felicidad retrospectiva. En el cortejo de los Magos que serpenteaba por las paredes, estaban retratados él mismo y los principales personajes de la República de Florencia; pero, sobre todo, los tres reyes que cabalgaban majestuosos, uno en el centro de cada pared de la capilla, eran el último emperador de la recién caída Constantinopla, el patriarca de la Iglesia oriental, y su propio nieto, el joven Lorenzo, el muchacho que concentraba sus mayores esperanzas de continuidad de la estirpe, y que años después sería llamado el Magnífico.

El cortejo rememoraba el Concilio ecuménico celebrado en Florencia treinta años atrás, en el que Cosimo ejerció de perfecto anfitrión. En las sesiones se había acordado la reunión definitiva de las dos Iglesias separadas, la de Roma y la de Bizancio; pero la muerte repentina del patriarca oriental, tal vez envenenado por la facción intransigente, malbarató a última hora todos los esfuerzos.

Benozzo había visto aquella procesión de dignidades cuando era un chiquillo, y su retina privilegiada la había conservado a lo largo de los años y había sabido plasmarla de nuevo. Una larga hilera de hombres y caballerías, sin principio ni fin perceptible, sube y baja por las paredes de la capilla, contornea ciudades, cruza bosques donde cazadores y lebreles persiguen ciervos y otras presas, vadea ríos y se entretiene en menudas tareas. En la larga fila de personalidades son muchos los retratos reconocibles, y el autor se incluye también a sí mismo, en un segundo plano, tocado con un bonete en el que se lee, en letras de oro, “Opus Benotii”. Giuliano aparece de pie junto a su hermano Lorenzo.

La capilla tiene una magia particular. La tabla de Lippi, excelente, corre el peligro de pasar inadvertida, hasta tal punto resulta fascinante el carrusel ideado por Gozzoli sin ninguna intención moral, sin didactismo, por puro juego y goce de vivir. Como he explicado en la entrada anterior, el artista se vio obligado a tomar conciencia de sus puntos débiles, pero supo al mismo tiempo jugar con inteligencia sus cartas de triunfo.

Y eso podemos agradecerle al cabo de los siglos.

 


Benozzo Gozzoli, El cortejo de los Magos (detalle). Palacio Medici-Riccardi, Florencia.