Maruja Torres cargó con toda la responsabilidad de la
entrevista de anoche, y “tiró del equipo” en una jornada de periodismo cuerpo a
cuerpo en la que ella puso toda la carne en el asador y Évole, por el
contrario, no solo no expuso nada (según norma de la casa), sino que además nos
dejó servidos algunos trucos infumables. Citaré solo dos: la pregunta sobre si ella
follaría con él, después de un paripé para que el “barman” se apartara unos
instantes porque a él le daba vergüenza, santo cielo, preguntar una cosa así. Como
si nosotros hubiéramos de creer que estaban en la barra del bar en un tú a tú
íntimo, sin cámaras filmando.
Ya fue malo ese trago, pero peor aún la especulación sobre
cómo serán vistas esas imágenes cuando Maruja haya muerto. ¿Cómo puede simular vergüenza
un sinvergüenza de ese calibre?
Maruja se aferró a su verdad, a su ansia de vivir a
contramano, a su profesión tan difícil y tan comprometida, a su vejez digna o
indigna según se mire, pero de una indignidad vivida dignamente en cualquier
caso. Maruja nos dejó su fuerza íntegra, un regalo. Suyos fueron los mejores momentos,
los mejores parlamentos, la sustancia más auténtica de un programa trucado.
De Maruja puede decirse lo que Montaigne dejó escrito sobre
César (“Ensayos I”, cap. 50, traduzco sobre la marcha): «La misma alma de
César, que se ilustra a un nivel tan alto en la preparación y el despliegue de
la batalla de Farsalia, también puede ser examinada a través de su organización
de intrigas lúdicas y amorosas. No solo se juzga a un caballo viéndole
manejarse en una carrera, sino también cuando camina al paso, e incluso cuando
descansa en el establo. Entre las distintas funciones del alma, las hay de bajo
nivel: quien no la observe también bajo esas condiciones, no acabará de
conocerla.»
Por pudor de Maruja y por pereza de Jordi, se habló poco
anoche de los momentos estelares de una carrera profesional, literaria y
personal deslumbrante, que tuvo sus momentos más altos en unos años marcados a
fuego en el recuerdo de mi generación. Los años de El País (¡aquel!) y del Por
Favor, los años de Manolo Vázquez Montalbán, Juanito Marsé, Terenci Moix, Forges,
Andrés Rábago y con ellos tantos y tantos que no cedieron un palmo en la tarea
indispensable de crear para todo el pueblo un nuevo sentido del humor y –más allá–
un nuevo sentido común plenamente democrático, enraizado en la verdad y en el
combate diario por difundirla. Una generación de profesionales que bregaron y
porfiaron, con la lucidez como bandera, contra aquella Ley de Prensa sesgada, enarbolada
con la contundencia de un garrote por el ministro Fraga y por toda la “gente de
bien” de la época.