miércoles, 6 de septiembre de 2017

VIOLACIÓN EN GRUPO


Séame permitido romper una lanza en favor de la mujer que ha deseado para Inés Arrimadas una violación en grupo. Una lanza tan solo, y ni siquiera muy gruesa. Inés Arrimadas cuenta con todo mi respeto y mi admiración, aunque no con mi voto. Creo que hace muy bien en demandar ante los tribunales de justicia a quien le ha deseado un mal tan grande y tan retorcido; siquiera sea porque no es admisible que las redes sociales alberguen de rositas expresiones de odio tan desaforadas. Me parece necesario poner coto a los insultos y a las expresiones públicas de malevolencia enfermiza que imperceptiblemente han ido creciendo en la red hasta alcanzar unas magnitudes alarmantes.
Pero (aquí está la lanza que rompo), en este caso la ofensora ha hecho públicos en la red su nombre y sus dos apellidos. No se trata de un troll, que escupe un veneno incluso más nocivo – amenazas de muerte – al amparo del anonimato. Su aparición en facebook le ha costado, de momento, su empleo (temporal) en una empresa inmobiliaria. Lo visceral ha rebasado en su caso los límites razonables de la prudencia.
Puede tratarse de un caso psicopatológico. Encarezco que se examine esta faceta o circunstancia particular de lo que en los tribunales será caracterizado como un delito de odio.
Existe un mecanismo muy conocido en psicoanálisis, el de la proyección de deseos reprimidos inconfesables. Hay un caso literario proverbial. André Gide reprochó a Marcel Proust la imagen abyecta y repugnante que había dado de la homosexualidad en la descripción de una escena sadomasoquista durante la cual el barón de Charlus era atado y azotado en un burdel para hombres. La cara de sorpresa de Marcel reveló de pronto a André que la escena no le parecía a su colega ni tan abyecta ni tan repugnante como a él mismo.
Pues bien, en hipótesis, cabe la posibilidad (subrayo que aquí estoy hablando de hipótesis y de posibilidades) de que la ofensora, impulsada por la combustión acelerada de una indignación provocada por las manifestaciones televisadas de la ofendida, haya proyectado en esta última su propia falta de autoestima (la convicción profunda de ser “una perra asquerosa”) y la fantasía reprimida de ser objeto de una agresión sexual grupal.
Los hechos calificativos del delito no variarían en sustancia, pero una terapia adecuada podría mejorar sustancialmente la visión del mundo y de sí misma de una mujer que, en el acto de atacar a otra con una vehemencia furiosa, ha quedado expuesta sin remisión al juicio público y severo de sus conciudadanos.