miércoles, 9 de marzo de 2016

AULA DE BRICOLAJE GEOESTRATÉGICO


Hubo un tiempo en el que las formaciones socialdemócratas se constituyeron como el centro de gravedad de la política europea, a partir de los esquemas del Estado social, con un sector público estratégico como locomotora de un aparato productivo tendencialmente capaz de absorber toda la fuerza de trabajo disponible, y con un casi pleno empleo estable, garantizado por la acción aglutinante de unos sindicatos fuertes y activos y por la seguridad añadida de un sistema de cobertura universal en los temas de sanidad, vivienda y educación. El eje francoalemán actuaba como palanca de avance de la prosperidad comunitaria, secundado por la constelación de países que formaban su guardia de honor así en el Norte como en el Sur, y que contaban con líderes tan indiscutidos como Palme, Soares, González, Craxi o Papandreu. Aquel espacio homogéneo de prosperidad quedaba acotado al Este por un telón de acero simbólico, en realidad un muro ominoso de ladrillo. La prosperidad europea occidental funcionó como un escaparate iluminado que atraía a toda clase de disidentes, fugitivos, refugiados y migrantes que se acercaban desde las tinieblas orientales a aquella luz deslumbrados como mariposas nocturnas.
No hace falta indicar que ya no ocurre así, que el telón se alzó de forma definitiva y los gobiernos del Este se han convertido en defensores acérrimos del neoliberalismo económico, mientras la socialdemocracia europea occidental ha ido perdiendo consenso al mismo ritmo que avanzaba el desmantelamiento del Estado social, y en tanto que la izquierda clásica, reducida a límites poco más que testimoniales, tanteaba en busca de nuevas referencias que sustituyeran a las viejas certidumbres basadas en un éxito global a corto plazo del socialismo real.
Si nos ceñimos a lo que ocurre hoy en el Sur de Europa, en los países denominados PIGS (Portugal, Italy, Greece, Spain) en la jerga convencional de los cenáculos europeos, la pérdida de suelo electoral de las formaciones inspiradas en la socialdemocracia ha sido espectacular a partir de la crisis financiera de 2008, mientras se observa un repunte de las formaciones situadas a su izquierda, a partir de concepciones no asimilables a lo que antes se englobaba bajo el nombre genérico de “movimiento obrero”.
En Italia el PSI ya no existe; su espacio y su organización han sido fagocitados desde su izquierda por los herederos del PCI. El PD que gobierna actualmente de la mano de Renzi no es en modo alguno una formación de la izquierda clásica, pero tampoco una continuación con otro nombre de la vieja escuela socialdemócrata.
En Grecia, el PASOK ha quedado reducido a una opción meramente marginal, y el KKE sigue en el mismo lugar donde solía, en beneficio de una opción de izquierda conceptualmente distinta. Syriza se encuentra en apuros gravísimos, y sus perspectivas de supervivencia pasan por el apoyo de fuerzas amigas en el contexto del Sur europeo. Pero gobierna, y los contratiempos sufridos no parecen haber erosionado demasiado su posición hegemónica en el interior del país.
Grecia podría encontrar ese aliado que busca, aunque con una debilidad estratégica parecida a la suya ante el rodillo de las troikas, en Portugal, donde el PS lidera una coalición de izquierdas en contra de las recomendaciones, admoniciones y amenazas de las autoridades de Bruselas.
Pero Bruselas ya no es lo que era. No ha sido el escandaloso castigo impuesto a Grecia lo que la ha desestabilizado, sino su incapacidad para encauzar e integrar en el espacio común la riada de refugiados procedente del oriente gracias al mismo efecto llamada que tuvo en tiempos resultados tan excelentes en contra de los regímenes socialistas. Europa ha dejado de ser un espacio de acogida, ahora lo es de exclusión. El comisionado Tusk ha cerrado la puerta de malos modos a las multitudes amontonadas en Idomeni y lugares parecidos. Es toda una etapa política de inclusión y de integración paciente lo que se arroja por la borda, cuando se devuelve sin contemplaciones a los refugiados al mar que los trajo. Algo que debería resultar inaceptable desde los viejos pilares fundacionales de la socialdemocracia, pero que está pasando en un silencio ominoso.
Por lo menos, así ocurre en España. Y en este marco de coordenadas se plantea el dilema del PSOE. Con los resultados electorales más bajos de su historia reciente, tiene aún la opción de constituirse en centro de gravedad de un movimiento hacia la izquierda, al modo de Portugal, y pelear por la reconstrucción de una Europa más amable, aún posible. O bien, contribuir a paliar los destrozos de las políticas neoliberales vigentes, a través de una gran coalición con la derecha.
Pero Europa ya no ofrece seguridades; la Unión ya no es nuestra amiga, sino un entorno hostil en todos los casos, ante todos los gobiernos posibles. Exigirá, como el mercader de Venecia, su libra de carne. Y de preferencia, elegirá el corazón como presa. Lo demuestra el anuncio reciente de que también la Francia socialista se pliega a la imposición de reformas laborales que ni han sido solución ni han paliado la desigualdad en ninguno de los lugares donde se han aplicado.
Hay riesgos considerables anejos a las dos vías posibles hoy para el PSOE; no hay modo de eliminarlos ni de soslayarlos en una situación como la actual, de perfiles tan críticos. El camino que se abre a la izquierda puede llevar a medio plazo a una refundación del partido centenario, a una reconsideración general de sus expectativas, o a una convergencia paulatina con otras formaciones. El situado a la derecha lleva, a tiro fijo, a la irrelevancia, como en Grecia y en Italia. Será la dirección colectiva – no magnifiquemos los poderes que puede esgrimir el secretario general Pedro Sánchez – la que decida, en un sentido o en otro.