martes, 29 de marzo de 2016

EL VIRUS DE LA COMPETICIÓN EN EL DEPORTE Y EN LA POLÍTICA


Según la politóloga italo-neoyorquina Nadia Urbinati, el deporte de competición y la política democrática son falsos amigos. Es decir, existe una tendencia a concebir el proceso electoral en las grandes democracias como una competición nebulosamente deportiva seguida con entusiasmo por una masa anónima de telespectadores a los que corresponde, en el día señalado, elegir el vencedor de la contienda con su papeleta de voto (en breve plazo, con su voto electrónico, para mayor comodidad personal del ciudadano y precisión añadida en el recuento). Algunas características de la actual carrera por la nominación a la presidencia de Estados Unidos entre Trump y Cruz de un lado, y Clinton y Sanders de otro, reflejan esta situación, jaleada por los medios con un seguimiento exhaustivo y una exposición prácticamente ininterrumpida de los líderes ante las cámaras. Los cuatro años que transcurren entre fervor y fervor electorales son concebidos, desde esta óptica, como un intervalo de sosería solo aliviado esporádicamente por atentados terroristas, declaraciones de guerra, y bodas de príncipes de sangre con princesas del pueblo.
No hace falta decir que esta concepción de la política desvirtúa gravemente la idea misma de la democracia, que consiste en la participación y en la colaboración de todos en la gestión de las cosas comunes. La idea misma de que la competición política acabe con un vencedor y un vencido, es una deformación de la aspiración democrática a que “todos” gobiernen, y el juego de mayorías y minorías no sea un coto cerrado a cal y canto, sino que se mantenga abierto cada nuevo día para acoger proyectos, ideas e iniciativas que el día anterior no existían. Esa idea emblemática (y falsa) de la necesidad de vencedores y vencidos está también, lo señalo de pasada, perjudicando la aparición de una solución al vacío de gobierno en España. En lugar de recontar febrilmente votos probables y abstenciones posibles, y de plantearse una y otra vez la pregunta de “¿quién gana?”, se deberían centrar las negociaciones de las partes implicadas en las cosas que conviene hacer durante los próximos cuatro años.
A la inversa, una determinada idea de la política como fórmula y símbolo de un éxito que se extiende más allá del ámbito que le es naturalmente propio, contamina las esencias del deporte de competición. Se cuentan, y mucho, las medallas y los podios en los campeonatos mundiales y en los juegos olímpicos. Suenan los himnos y se alzan las banderas. Toda la escena del reparto de premios se desarrolla en un tono cuasi religioso, y el telespectador tiende a transmutarse en el/la atleta que luce los colores propios en la camiseta, de modo que no es la excelencia atlética lo que admira, sino en todo caso la excelencia de los “suyos”. El mecanismo favorece un culto a la personalidad similar al que se genera en política. Gentes a quienes no interesan de forma particular las complejidades de la natación sincronizada se sienten ofendidas en el centro mismo de su ser por el hecho de que el equipo español no se haya clasificado para los juegos de Río. Y ese resulta ser un fracaso nacional, no un traspié puntual de una decena de chicas.
Lo cual genera un rebote peculiar, que se corresponde con el fenómeno de la corrupción en política. Los dirigentes deportivos (los Blatter, Platini, Villar, etc.) van a parar a los mismos pasillos de los tribunales que los políticos; y las sospechas de dopaje, de soborno de jueces o amaño de resultados, equivalen a las trampas, las comisiones ilegales y las financiaciones en negro de los círculos políticos. Las dos realidades, política y deporte, reflejan, como espejos colocados en paralelo, una determinada religión del éxito a toda costa que convoca una realidad idéntica siempre a sí misma y que se repite una y otra vez hasta el infinito.