viernes, 11 de marzo de 2016

LEGISLACIÓN A LA CARTA EN LAS EMPRESAS


Una de las dificultades sobreañadidas que está teniendo que soportar el sindicalismo en el nuevo paradigma de funcionamiento de la empresa es el hecho de que sigue anclado en una reglamentación jurídica precisa y taxativa de carácter nacional (buena, mala o pésima, que ese es otro cantar), en tanto que las estrategias empresariales encuentran acomodo preferente en un derecho plural, movible, flexible y en los mejores casos a la carta, es decir, con posibilidad de escoger el derecho aplicable y el que no lo es.
Eso significa, en el caso más extremo, que una empresa transnacional que opera en España y extrae de aquí rentas y beneficios, reclamará para los sindicalistas que han dirigido una huelga todo el peso de la ley mordaza española, y en cambio en cuestiones fiscales se acogerá a la legislación, ampliamente permisiva en estos aspectos, de las islas Barbados, adonde ha ido a ubicar su sede social a efectos simplemente virtuales.
He dicho el caso más extremo; no el único, ni el más frecuente. Se comete a menudo el error de pensar que el nuevo modo de funcionar las cosas afecta solo a empresas muy ricas, con tentáculos en las cinco partes del planeta. La globalización lo permea todo, de arriba abajo. Se comporta como Don Juan Tenorio, el cual se jactaba, como es sabido, de que «yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los claustros escalé, y en todas partes dejé memoria amarga de mí.»
Hay dos mecanismos principales de orden jurídico, que extienden a todos los acimuts esta nueva percepción de la empresa.
El primer mecanismo es el de la externalización, estudiado entre nosotros por el magistrado del TSJ de Catalunya Miquel Falguera i Baró (La externalización y sus límites, Ed. Bomarzo 2015). Partes cada vez más sustanciales del proceso productivo de una empresa son delegadas a otras empresas, a colectivos diversos (grupos multiservicios, gabinetes de asesoramiento, etc.) y a autónomos, bien falsos (en realidad, dependientes de la empresa, que los contrata bajo una luz jurídica ficticia), o bien auténticos. El resultado es, por una parte, que en un mismo centro de trabajo se encuentra a personas con distintos estatus jurídicos en relación con la empresa en la que prestan sus servicios, encuadrados en empresas diferentes, de diferentes ramas de la producción y los servicios, y con convenios colectivos diferentes también. Un galimatías que provoca dificultades extraordinarias para la acción sindical, cuando en teoría cada sindicato confederal y cada federación de un mismo sindicato debería organizar y pelear por los “suyos”.
Por otra parte, el alejamiento geográfico entre los stakeholders implicados en las distintas fases de elaboración de un mismo producto final hace casi imposible el control sindical del conjunto de todos ellos. El problema no son en este caso las nuevas tecnologías y la invasión de la robótica en los procesos productivos; sino que una parte de la confección de unos pantalones tejanos de marca puede estar llevándose a cabo en Dacca, y otra parte en talleres clandestinos de Mataró. Es otra cara de la globalización, y tiene que ver con largas jornadas, condiciones deficientes de trabajo y salarios míseros; lo que se reclama con la reivindicación genérica de “trabajo decente”. El trabajo real no falta en nuestra época; ha emigrado a lugares donde la pauperización extrema de la población permite que sea considerado como una bendición un trabajo extenuante y pagado a un precio misérrimo. Se produce a precios de Camboya o de Bangladesh, y se vende el resultado a precios de Via Veneto, rue Rivoli, Oxford Street o Paseo de Gracia.
«No lo he inventado yo, son precios de mercado», se justifican nuestros emprendedores. Sigue en pie el mito del mercado como un gran mecanismo regulador que ajusta de forma automática la oferta y la demanda concurrentes. Pero la igualdad entre los distintos sujetos económicos que presuponía Adam Smith es hoy un bulo. Todos los días se está trabajando con firmeza y perseverancia en la estipulación de condiciones diferentes, auténticos privilegios, para unos operadores económicos respecto de otros. Y aquí aparece el segundo gran mecanismo al que he aludido antes: la privatización del derecho aplicable a cada caso, y su amoldamiento a las conveniencias de quienes lo construyen. Un ejemplo claro y actual: la negociación del TTIP. Quienes pueden imponer condiciones no se acomodan a la igualdad de oportunidades; quieren pactar fuera del derecho positivo de los estados mejores condiciones para ellos, basándose en el simple hecho de que, al ser más poderosos, cuentan también con instrumentos más eficaces de represalia.
El paradigma actual implica, no la igualdad, sino la desigualdad de las partes, tanto desde la oferta como desde la demanda, en el mercado global. Se trabaja en red, pero la red tiene puntos fuertes y débiles, unos capaces de imponer condiciones, otros solo de soportarlas. Se externaliza la producción de las empresas, pero sin fair play entre ellas. Aquí la legislación a la carta tiene un matiz distinto del mencionado antes: las empresas que pueden hacerlo no eligen el ordenamiento jurídico que más les conviene entre los existentes, sino que privatizan el derecho aplicable mediante el establecimiento de pactos internos no extrapolables, lo que se conoce como softlaw, “derecho blando”.
Que no es “blando” en absoluto, por más que se plantee como un régimen jurídico privado para soslayar la “dureza” de las legislaciones de carácter estatal. Dos normas de este tipo, cuya vigencia se extiende cada vez más en la esfera global de los negocios, son la Responsabilidad Social de las Empresas y las normas de conformidad (compliance, en su versión anglosajona). La RSE funciona a menudo como una responsabilidad “limitada” o paliativa. La tragedia de Rana Plaza, en Dacca, donde se hundió el 24 de abril de 2013 un inmueble dedicado a usos industriales, con el resultado de más de mil víctimas mortales y más de dos mil heridas de diversa consideración, muy mayoritariamente mujeres, obligó a una reconsideración general de los temas del poder (concentrado) y la responsabilidad (difusa) de las empresas. La vía de solución se encontró en la adopción voluntaria y discrecional de medidas de control de las condiciones de trabajo, seguridad e higiene, etc., y compromisos también voluntarios de promoción de los trabajadores “externalizados” implicados. El defecto de la RSE está en el hecho de que la empresa matriz elude el sometimiento a la responsabilidad penal en la que ha incurrido su subsidiaria, y solo accede a paliar las consecuencias trágicas de descuidos u omisiones de carácter delictivo.
El mismo carácter desigual se deduce de las normas de compliance o conformidad a un código ético que muchas empresas transnacionales imponen a sus colaboradoras en el momento de externalizar procesos productivos. Stefano Manacorda (“La dynamique des programmes de conformité des entreprises”, en VVAA, L’entreprise dans un monde sans frontières, Dalloz 2015), que ha estudiado con detenimiento este tipo de programas «de origen extra-jurídico y de naturaleza interdisciplinar», llega a la conclusión de que no se trata tanto de una autorregulación entre partes iguales y libres, como de una especie de «derecho imperial», por el que la parte que ostenta el poder en la negociación impone a la contraparte toda una serie de condiciones y de regulaciones acerca de cómo ha de cumplir la función subordinada que se le asigna. La vulneración de dichos compromisos de la contraparte implica penalizaciones que pueden llegar a ser muy onerosas, aparte de la principal y más dura de todas, la cancelación del contrato.
Las consecuencias de esta situación para el sindicalismo son evidentes. Si la parte en la que se asienta el mayor poder se desprende en cambio de la responsabilidad por ejercerlo, la “externaliza”, los mecanismos de reclamación y de reposición en los derechos lesionados quedan falseados de modo irreversible. Lo único que quedará al alcance del reclamante será un paliativo, una compensación insuficiente.
La noticia peor en este entramado es que la presión de los poderosos está llevando a los legisladores estatales a reconocer de facto este estado de cosas y recortar de forma drástica tanto los derechos de los trabajadores como los medios de acción de los sindicatos. Las reformas de Zapatero y Rajoy se postularon como adelantadas en este terreno en la Europa comunitaria; hoy vemos como llegan de la mano de Manuel Valls a la vecina Francia, desde siempre un bastión de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Quizá nos equivocamos al pensar aquello de que “siempre nos quedará París”.