domingo, 6 de marzo de 2016

LA EDAD DE ORO DEL INSULTO


Manuel Rivas, en “La pereza del insulto” (El País Semanal), coloca una bonita cita de Eric Jarosinski que resume las miserias concomitantes a nuestra nueva condición postecnológica: «Lo de las redes sociales fue cuando nuestros amigos salieron de nuestras vidas y se metieron en nuestros teléfonos.» Los amigos ciertamente, y también los enemigos. Hoy, todo el mundo se da por ofendido o provocado a través del móvil o la tableta. Las divergencias entre Piqué y Arbeloa se dirimen por medio de tuits. En el estilo del “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, Rivas rememora los tiempos en que los insultos fueron un lujo elitista: «Imaginémonos a Góngora y a Quevedo dándose caña móvil en mano.»
Ningún problema, podemos imaginarlos. Como también a Poggio Bracciolini y Lorenzo Valla, dos humanistas eminentes que se intercambiaron feroces insultos a mediados del siglo XV y a los que ha dedicado un recuerdo en su blog, hace pocas fechas, José Luis López Bulla.
El problema entre Poggio y Valla parecía consistir en cuál de los dos escribía un latín más elegante, y Valla llevaba seguramente ventaja en ese terreno; pero el trasfondo era también la pelea por un empleo en la curia papal (una sinecura, es decir, un empleo bien pagado y que implica una dedicación muy escasa). Además, las cosas no quedaron ahí.
Valla había formado parte de la corte napolitana del rey Alfonso V de Aragón. Su pluma florida delineó un panegírico extenso del Trastámara, de carácter más imaginativo que respetuoso con la verdad histórica, el Historiarum Ferdinandis Regis Aragoniae Libri Tres; y a la misma época pertenece su denuncia de que la “Declaración de Constantino”, un documento que se hacía valer como prueba del derecho hereditario del Papado sobre el Imperio de Occidente, era una falsificación burda. (El papa era por entonces enemigo acérrimo del rey aragonés, y reclamaba como feudo propio el reino de Nápoles.) Eso demuestra la capacidad del humanista para poner su pluma al servicio de las posiciones políticas, pero no explica el golpe bajo dado a Poggio cuando éste, cincuentón, desposó a la jovencísima Vaggia di Buondelmonti y Valla hizo correr el rumor de que su enemigo había retirado de los tribunales florentinos la solicitud de legitimación de cuatro hijos anteriores habidos con una amante. Supongo que era cierto.
La venganza de Poggio llegó con la publicación del diálogo De Voluptate, por parte de Valla. Le acusó de herejía por seguir las ideas de Epicuro, y eso a pesar de que el propio Poggio había rescatado del polvo y los ácaros de una biblioteca abacial el manuscrito del De rerum natura de Tito Lucrecio Caro, el discípulo latino más relevante de Epicuro.
Entre otros argumentos, Poggio afeó a su rival haber sostenido que la prostitución era superior a la virginidad. Constaba así en el diálogo de Valla, por boca de uno de los personajes, que luego era refutado por otro; pero Poggio sostuvo que la contradicción era solo un artificio para esconder las propias inclinaciones de su rival. Supongo que era cierto también.
«Las manchas de tu sacrílego discurso no se lavarán por medio de palabras, sino por el fuego, del que espero que no te libres», finalizó Poggio su soflama con un alarde hipócrita de virtud, él que había escrito años antes un tratado contra los hipócritas.  
Como en el caso de Góngora y Quevedo, podemos imaginarlos muy bien lanzándose mutuamente rayos y centellas a través del móvil. Incluso cabe imaginar que cada uno de ellos tendría cientos de miles de seguidores en facebook. Pudo ser la Edad de Oro del insulto.