viernes, 27 de abril de 2018

EL DESCALIFICADOR QUE LES DESCALIFIQUE


Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, ha alabado el estudio minucioso de las pruebas llevado a cabo por los jueces de la Audiencia de Pamplona en el caso de los sanfermines, y ha advertido que las descalificaciones que están sufriendo desde distintos ángulos políticos en todo el país comprometen seriamente la confianza de los ciudadanos en la justicia.
Quizás está mirando las cosas del revés. Lo que compromete la confianza de los españoles en la justicia española, diría yo a ojo de buen cubero, son sentencias como la que han dictado los jueces de la Audiencia de Pamplona. Las descalificaciones que luego les han llovido sobre las espaldas son solo la consecuencia bastante lógica de la secuencia completa de los hechos. Y puedo anticiparle a don Carlos, además, que tal y como se están poniendo las cosas, la situación va camino de empeorar más que bastante. Veamos:
El gobierno ha reaccionado al repentino aguacero echándole la culpa a las leyes, que son inadecuadas. Los jueces no tienen culpa, se limitan a aplicar los remedios limitados de los que disponen en botica. Después de las tropecientas enmiendas propinadas a nuestro raquítico código penal en los últimos años, se dispone el gobierno, eficaz como acostumbra en este terreno, a consensuar una más, relacionada con la violencia de género.
Pues qué bien. Contamos ya con precedentes aún flamantes, como la ley mordaza y la prisión permanente revisable, de modo que es fácil pronosticar que por ese camino no se va a restaurar la confianza general ni en un átomo. No es la calidad de las leyes lo que está en discusión, sino el hecho de que el mismo enunciado legal, sea vétero o neotestamentario, se aplica hoy con un criterio, y mañana con el contrario. Los martillazos a los discos duros de Bárcenas habrían sido delito nefando de terrorismo y alta traición de haber tenido lugar en la sede de Podemos. Por ejemplo.
Y lo que faltaba. En el alto tribunal federal de Schleswig-Holstein han puesto cara rara y se han negado a facilitar al ministerio español del Interior los nombres de los agentes que detuvieron a Carles Puigdemont en una gasolinera próxima a la frontera. La intención del ministro Zoido no podía ser más amistosa, sin embargo. Deseaba condecorarles con la medalla española al mérito policial. Nuestras autoridades desean llevar a cabo una meditada labor pedagógica, para que la judicatura teutona, que no acaba de enterarse de qué va la vaina, tenga claro por fin cuándo lo está haciendo bien, y cuándo, mal.
Pero no parecen avanzar mucho nuestros peones de Interior en su esforzada tarea de persuasión basada en dejar claras las diferencias entre el palo y la zanahoria. Cuando los jueces alemanes rehusaron entregar a Puigdemont porque no veían claro el delito de rebelión violenta, Jiménez Losantos sugirió con elegancia que podían estallar bombas en unas cuantas cervecerías bávaras. El chiste no caló. Los alemanes nos miraron con cara rara y no hicieron comentarios.
Ahora la iniciativa de condecorar a los responsables de la detención del rebelde violento tropieza con la misma incomprensión, con la misma cara rara.
Se extiende por Europa un silencio atónito en relación con las instituciones españolas. Tenemos aún a favor nuestro la fiesta de los toros, la sangría, las patatas bravas y el Real Madrid. No sé si serán argumentos suficientes. Don Carlos Lesmes puede tener razón en dejarse llevar de los nervios.