Alegoría de las artes, pintura de Jan
Vermeer (detalle). Kunsthistorisches Museum de Viena.
«El arte es trabajo. El hecho de que alguien lo haga
porque le gusta o como forma de expresión personal o política, no hace que deje
de serlo.»
La frase es del crítico
estadounidense William Deresiewicz, y procede de su libro “La muerte del artista” (versión española en Capitán Swing 2021,
traducción de Mercedes Vaquero Granados), un análisis de “cómo los creadores
luchan por sobrevivir en la era de los billonarios y la tecnología”. Me llega noticia
del libro a través de una reseña firmada por Marta Moreira en culturplaza, bajo el título “La difícil
yinkana de vivir del arte en la era digital”. Completo el círculo de mis reconocimientos
con la mención de Blanca Vilà, que colgó dicha reseña en su muro de Facebook.
El arte, todo arte, es una
forma de trabajo. Visto a la inversa, toda forma de trabajo es también un arte.
Hay fuertes intentos de disociar los dos conceptos, pero la realidad es tozuda.
Se entiende mejor la cuestión en todas sus implicaciones recurriendo al pensamiento
griego, que dio al arte el nombre de techné.
Trabajo, arte, técnica, todo está situado en la misma constelación, no hay
barreras divisorias impermeabilizadas entre ellos.
Cierto que todos
trabajamos y no todos somos artistas, pero esa no es una objeción seria.
Tampoco somos todos ingenieros, ni maquinistas, ni barrenderos. El trabajo
tiene mil expresiones, codificadas unas (asalariadas normalmente), y otras voluntarias
(casi siempre no remuneradas). El arte en tanto que forma de trabajo se sale de
lo común; de un lado por su originalidad y su capacidad de representación, y de
otro, por la relación peculiar entre el artista y su cliente.
Pero sigue siendo trabajo,
afirma Deresiewicz, y en consecuencia genera un valor que debería retribuir
principalmente al creador.
En la era de los billonarios
y de la tecnología no ocurre así, sin embargo. Aquí el artista es un trabajador
precario más; un esclavo de las vicisitudes de un mercado muy mediatizado, y del
capricho de las grandes corporaciones que marcan las tendencias y manipulan así
el gusto de las audiencias.
No es su talento entonces lo
que le permite al artista abrirse paso; no lo es tampoco la aceptación de un
público global, que solo puede tener noticia de él a través de los grandes
medios de divulgación cultural. (Los medios “son” el mensaje, parafraseando a
McLuhan).
En el actual escalón
tecnológico, tiende a darse por sentado que los contenidos se ofrecen universalmente de forma gratuita porque no incorporan un valor económico. Lo que sí se valora, en cambio, es el acceso universal,
fácil e instantáneo del público global a esos contenidos.
Ocurre entonces que las
nuevas plataformas tipo Google, Amazon y demás, desvían la remuneración desde
los creadores de contenidos hacia ellas mismas, las distribuidoras.
Eso supone un peligro
cierto para la calidad de los contenidos que difunden, y para la sostenibilidad
del esfuerzo de los trabajadores creativos. La globalización supone una pauta
de adocenamiento, de uniformidad de los contenidos ofrecidos. Ninguna forma de
arte es considerada primordial e insustituible; y la actividad artística, de la
misma forma que el trabajo asalariado de todo tipo, se trata como una “fuerza”
abstracta, fungible, infinitamente sustituible, a la que únicamente confiere un
valor sustancial (es decir, económico) el toque mágico de la tecnología de la
comunicación más sofisticada, que tiene la capacidad de colocar esa fuerza
innominada, en buenas condiciones, en el mercado global.
Urge una reflexión más
ajustada sobre la creación de valor, y sobre el trabajo y la cultura, el arte y la tecnología, la vanguardia
artística y el mercado global del arte.