Encuentro inesperado ayer, en el
mercadillo de Egáleo. “¡Cancillera!”, saludé, y ella me dirigió una mirada
triste. “Yo no cancillerra, dijo, usted no Herr Gottráiguetz, ciruelas moradas no
ciruelas, todo kaputt.” Nos giramos los dos de espaldas, y seguimos nuestro
paseo cada cual por su lado, en solitario.
La realidad real es la
única que existe, desconfíe de las imitaciones. La hemos llamado “analógica” y
le hemos colocado al lado otra “realidad”, la virtual, para mudar ágilmente de
contexto siempre que nos conviene. Háganme caso: esa operación no sirve de
nada.
La realidad virtual no es más
que un sucedáneo que utilizamos como subterfugio (lean la última frase dos veces,
antes de seguir). Los ejemplos abundan: Carlos Lesmes es un subterfugio; Pablo
Casado, un mero sucedáneo; Pablo Iglesias probablemente también lo era hasta
que se cansó y se dedicó a comentarista político, lo que no deja de ser otro
subterfugio un poco más alambicado.
La República catalana es
un sucedáneo. El Puchi y la Laura hacen la garagara como si hablaran de cosas
serias y ellos mismos fueran estadistas de cuya decisión última depende la operatividad
del vital cordón umbilical consistente en una mesa de diálogo bilateral que tal
vez permitiría a España hacerse perdonar sus prolijos desvíos. No es así, les
doy mi palabra.
Jordi Cuixart ha hecho su
parusía particular en el skyline catalán
y se ha declarado ampliamente dispuesto a salvar a la humanidad. Es un bocazas,
no le hagan caso.
Hemos llegado a un grado
de solipsismo tan sofisticado, que asusta. No nos interesa la realidad real, esa
que todas las mañanas nos trae noticias desagradables. Solo los sucedáneos nos dan
entera satisfacción. En “La Vanguardia” leí ayer el titular de una noticia cuyo
contexto ignoro por completo; el titular era el siguiente: «El culturista que
se casó con una muñeca hinchable afirma ahora haberse enamorado de un cenicero.»
Bueno, ser culturista no
está mal para empezar; contraer matrimonio con una muñeca implica dimensiones
inéditas de solipsismo, y traicionar al artefacto en cuestión con un cenicero
que probablemente ni siquiera es hinchable, revela ya un despegue total de la
realidad, un vuelo virtual enteramente libre, un negacionismo ilimitado, más
allá de terraplanismos y de problemas con las vacunas. Alcanzado ese punto, al catecúmeno
en Ciencias Sucedáneas solo le queda refugiarse en la caverna de Platón (vaya
otro…), y ver reflejarse en el muro las sombras como si fueran ideas.
El último supuesto mencionado
parece decididamente inverosímil, pero en los laboratorios donde se estudia la
evolución de los parámetros del movimiento independentista catalán, podría llegarse
en breve a conclusiones muy parecidas.