Monumentos de la Vía de las Tumbas, en
la necrópolis del Keramikós de Atenas.
En una mañana otoñal perfecta,
hemos vuelto a visitar el yacimiento arqueológico de la necrópolis de Keramikós,
y su pequeño museo, en el centro de Atenas. Es posiblemente el cementerio más
bello del mundo; o por lo menos, la muerte de los antiguos griegos era
incomparablemente más hermosa que la nuestra actual, tan funcional y aséptica.
Recorre el lugar de lado a
lado la Vía Sacra (Iera Odos), que va desde la Acrópolis hasta los templos de
Eleusis, donde se celebraba el misterio de la renovación anual de la
naturaleza. Por cierto, la Vía pasa en su recorrido muy cerca de nuestra casa
en Egaleo, un tramo quedó al descubierto cuando se construyó la estación de
metro.
De la Iera Odos brota por
la izquierda, como un ramal particular al que dan sombra muchos árboles
clásicos (olivos, laureles, cipreses, encinas), la Vía de las Tumbas, en la que se alineaban
las losas y las piedras tumbales, agrupadas hoy después de rescatadas del
desorden en que las dejó el paso de los siglos. En muchos monumentos con figuras
en relieve se plasma el tema de la “presentación”: el recién llegado al otro
mundo, que casi siempre aparece sentado, aprieta la mano de otro difunto conocido,
que tendrá la misión de acompañarle por su nuevo hábitat, como hizo Virgilio
con Dante en la Commedia.
El relieve funerario de
Demetria y Pánfila (hacia ─320) se ajusta a esa convención. La recién llegada, sentada,
es acogida por su hermana antemuerta. La escena respira una gravedad serena.
Carácter algo distinto, y muy conmovedor, tiene el relieve de Ampharete (hacia ─420), que incluye el nombre de la abuela muerta y unos versos: «Tengo aquí al niño amado de mi hija, que sostuve en mi regazo cuando estábamos vivos y veíamos la luz del sol. Ahora, muerta, lo sostengo muerto.»
En el monumento funerario
que encabeza este texto, la imagen es muy diferente. Se glorifica a un joven
muerto en la batalla, y este aparece, no como vencido, sino como vencedor, en la
culminación de su gloria, alanceando a un enemigo.
El paseo demorado por el
encantador museo y la necrópolis nos ha resultado fatigoso. Carmen se ha tomado
un respiro a la sombra del muro de Temístocles, una fortificación que el
estratego ateniense ordenó construir cuando la ciudad fue reconstruida después
de la expedición de Jerjes; para entonces el rey persa estaba de nuevo en
Sardes, y sus ejércitos habían sido desbaratados por tierra, en la llanura de Platea,
y por mar, junto al cabo de Micala.