domingo, 26 de septiembre de 2021

PLAN DE VIDA

 

Hopkins, March y Cooper consensúan un pacto de convivencia con un apretón de manos, en un taxi, en la escena final de “Una mujer para dos” (Ernst Lubitsch 1933). Pido excusas por la escasa visibilidad de la escena nocturna.

 

De todas partes nos llegan malas noticias: el volcán de La Palma se enfurece más aún, los jueces juegan a los Keystone Cops en la persecución de Charlie Chaplimont, Santa Ángela milagrosa se marcha a su casa dejándonos con estos pelos, los talibanes piden ayudas al hombre que les abrió la puerta, Iñaki Gabilondo no seguirá comentando las noticias por la radio, y su hermano más listo anuncia que es muy capaz de ser malo, pero ha decidido no serlo. No cabe más desolación.

La declaración de Ángel Gabilondo, en particular, me ha sumido en una melancolía profunda. Todos sabíamos que este hombre era de los que, cuando reciben una bofetada, ponen la otra mejilla. Un hombre admirable. Sí, bueno, pero es que ha recibido una bofetada también en “la otra” mejilla. Las instrucciones de los Evangelios se detienen ahí, y don Ángel se ha visto forzado a improvisar. Un apuro, para un hombre tan calmado. Al final, de sus palabras se deduce que se ha decidido por más de lo mismo. Con un jefe de la oposición así, don Fernando VII no habría fallado ninguna carambola.

El asunto me ha recordado ─permítanme que me disperse─ una película en blanco y negro que goza de mis preferencias absolutas. Es de Lubitsch, y no es "To be or not to be”. Se llama en original “Design for living” (Plan de vida) y la estrenaron en España como “Una mujer para dos”, lo cual es doblemente falso porque la mujer (Miriam Hopkins, en la película “Gilda”) no es para nadie sino para sí misma, y no se reparte entre dos (Fredrich March y Gary Cooper) sino entre tres (Edward Everett Horton, “Max Plunkett”, su jefe y el único con el que se casa).

El guion es de Ben Hecht, y eso ya significa algo. Menos importancia tiene el hecho de que se tratara de una adaptación de una comedia de Noël Coward. El dramaturgo se quejó de que solo habían conservado tres frases de sus diálogos, y la más importante de las tres era: «Pásame la mostaza.»

La película es de 1933, el año antes de que entrara en vigor el Código Hays. Justo a tiempo. El código de la censura habría laminado ese canto al deseo y a la felicidad plural, y nos habría privado de una delicia.

La bonachonería pacífica de Ángel Gabilondo me ha recordado intensamente a Max Plunkett (Everett Horton), el jefe solterón que en la película arde en deseos de casarse con su empleada estrella, entre otras razones porque así se ahorrará un salario. Y cuando se entera de que ella está conviviendo platónicamente (más o menos) con dos artistas, uno pintor y el otro comediógrafo, corre a casa de ellos decidido a salvar los muebles.

Encuentra solo al comediógrafo (Fredrich March), en un ambiente desastrado de bohemia parisiense. Y lo apostrofa dejando caer esta sentencia: «La inmoralidad puede ser divertida, pero nunca valdrá lo que una vida ordenada y tres comidas calientes al día.» «¿Cómo, cómo? Repita eso, por favor», suplica Fredrich corriendo a por su bloc de notas y un lápiz. E incluye la frase en el diálogo chispeante de su siguiente comedia. El público se troncha, la pieza tiene un éxito fulgurante y el ex bohemio sin un real se instala en una posición decididamente acomodada. Pero todo eso es película.

Gabilondo está proporcionando munición a Ayuso con sus tres comidas calientes al día frente a la propuesta de la birra en la terraza.