Hopkins, March y Cooper consensúan un
pacto de convivencia con un apretón de manos, en un taxi, en la escena final de
“Una mujer para dos” (Ernst Lubitsch 1933). Pido excusas por la escasa visibilidad de la escena nocturna.
De todas partes nos llegan
malas noticias: el volcán de La Palma se enfurece más aún, los jueces juegan a
los Keystone Cops en la persecución de Charlie Chaplimont, Santa Ángela
milagrosa se marcha a su casa dejándonos con estos pelos, los talibanes piden
ayudas al hombre que les abrió la puerta, Iñaki Gabilondo no seguirá comentando
las noticias por la radio, y su hermano más listo anuncia que es muy capaz de
ser malo, pero ha decidido no serlo. No cabe más desolación.
La declaración de Ángel
Gabilondo, en particular, me ha sumido en una melancolía profunda. Todos
sabíamos que este hombre era de los que, cuando reciben una bofetada, ponen la
otra mejilla. Un hombre admirable. Sí, bueno, pero es que ha recibido una
bofetada también en “la otra” mejilla. Las instrucciones de los Evangelios se
detienen ahí, y don Ángel se ha visto forzado a improvisar. Un apuro, para un
hombre tan calmado. Al final, de sus palabras se deduce que se ha decidido por
más de lo mismo. Con un jefe de la oposición así, don Fernando VII no habría
fallado ninguna carambola.
El asunto me ha recordado
─permítanme que me disperse─ una película en blanco y negro que goza de mis
preferencias absolutas. Es de Lubitsch, y no es "To be or not to be”. Se llama en original “Design for living” (Plan de vida) y la estrenaron en España como “Una
mujer para dos”, lo cual es doblemente falso porque la mujer (Miriam Hopkins,
en la película “Gilda”) no es para nadie sino para sí misma, y no se reparte
entre dos (Fredrich March y Gary Cooper) sino entre tres (Edward Everett
Horton, “Max Plunkett”, su jefe y el único con el que se casa).
El guion es de Ben Hecht,
y eso ya significa algo. Menos importancia tiene el hecho de que se tratara de
una adaptación de una comedia de Noël Coward. El dramaturgo se quejó de que
solo habían conservado tres frases de sus diálogos, y la más importante de las
tres era: «Pásame la mostaza.»
La película es de 1933, el
año antes de que entrara en vigor el Código Hays. Justo a tiempo. El código de
la censura habría laminado ese canto al deseo y a la felicidad plural, y nos
habría privado de una delicia.
La bonachonería pacífica
de Ángel Gabilondo me ha recordado intensamente a Max Plunkett (Everett Horton),
el jefe solterón que en la película arde en deseos de casarse con su empleada
estrella, entre otras razones porque así se ahorrará un salario. Y cuando se
entera de que ella está conviviendo platónicamente (más o menos) con dos artistas,
uno pintor y el otro comediógrafo, corre a casa de ellos decidido a salvar los
muebles.
Encuentra solo al comediógrafo
(Fredrich March), en un ambiente desastrado de bohemia parisiense. Y lo
apostrofa dejando caer esta sentencia: «La inmoralidad puede ser divertida,
pero nunca valdrá lo que una vida ordenada y tres comidas calientes al día.»
«¿Cómo, cómo? Repita eso, por favor», suplica Fredrich corriendo a por su bloc
de notas y un lápiz. E incluye la frase en el diálogo chispeante de su siguiente
comedia. El público se troncha, la pieza tiene un éxito fulgurante y el ex
bohemio sin un real se instala en una posición decididamente acomodada. Pero
todo eso es película.
Gabilondo está
proporcionando munición a Ayuso con sus tres comidas calientes al día frente a
la propuesta de la birra en la terraza.