Placas con nombres de fusilados retiradas del Memorial del
cementerio de la Almudena para su destrucción (foto, Víctor Sainz).
Joan Marsé nos dejó en julio del año pasado, y
Almudena Grandes en noviembre de este año. Dos narradores de enorme envergadura,
y dos certeros biógrafos de sus respectivas ciudades, Barcelona y Madrid. Los
dos figurarán por derecho propio en todas las Historias de la Literatura
española, en todas las Antologías, en el respeto máximo de todos los círculos
culturales. Darán vueltas y más vueltas a ese mundo propio y particular de los
letraheridos, despertando en todas partes una admiración mucho mayor, y por
razones de fondo muy distintas, de lo que elucubran los grisáceos jefes de
negociado de sus respectivas instituciones autonómicas.
Los dos autores han sido objeto de un trato
simétricamente vejatorio: se les ha excluido de la predilección oficial de sus
respectivas Generalidades: “la de Torra y la de Ayuso; monta tanto, y más
incluso”, dicho en pareado improvisado.
Ada Colau se comportó con Marsé como era de
esperar en ella, que nunca falta a ninguna cita importante. Martínez-Almeida el
Carapolla, no. Era imposible que perdiese la ocasión de meterse precisamente en
ese charco el alcalde de Madrid que derribó e hizo borrar los versos de Miguel Hernández del
Memorial del cementerio de la Almudena (¿detalle premonitorio?), en nombre de una “concordia”
metafórica, pero devolvió en cambio el nombre de la División Azul a una calle
de Madrid, porque eso no afectaba a la concordia secundum PP-Vox.
Hay una terrible miseria sentimental, pero
también intelectual, en el autoritarismo a ras de suelo de nuestras derechas.
Su mundo es diminuto, de tan pequeño, y está atiborrado de centinelas que dan
el quién vive a cualquier sospechoso de heterodoxia. Bertín Osborne o Pilar
Rahola son repetidamente ensalzados como intelectuales orgánicos del sistema, al tiempo que se ningunea de forma
machacona a quienes piensan de otra manera; a quienes, simplemente, piensan.
Esta actitud tiene consecuencias, claro está. Quim
Torra ya ha sido amortizado y olvidado por completo; Almeida y Ayuso esperan su turno en el
depósito de cadáveres, ignorantes aún de su condición de tales y de su
agusanamiento progresivo. Joan Marsé y Almudena Grandes, muy al contrario, figuran
para siempre entre nuestros inmortales, en un lugar muy próximo a Miguel
Hernández.