Kees Van Dongen, ‘La violinista’, 1920. Hay un arte
referido a la vida, y otro referido a sí mismo, y que se realimenta de sus
logros anteriores: un arte por el arte. Cada cual habrá de decidir cuál es el
que prefiere.
Creo que fue Umberto Eco quien afirmó que un
libro trata siempre sobre otros libros. No estoy seguro ni muchísimo menos de
que sea así, pero sí hay muchos en los que otros libros ocupan un lugar
preferente en la trama. Desde luego, entre ellos está El nombre de la rosa, o un libro como el de Irene Vallejo, que
habla del origen y el espíritu de los libros (por cierto, disculpen el aparte,
¿escribirá Irene alguna vez “otro” libro? Me permito dudarlo, se ha visto
atrapada por la vorágine mediática y anda perdida por el mundo entre
celebraciones, presentaciones y artículos de calderilla, a tanto la docena, para
alimentar a una legión de incondicionales, que la pagan con su adoración
perpetua. Todo eso está muy bien para ella desde un punto de vista alimenticio,
pero me duele su ausencia en el ruedo literario, en el “momento de la verdad”
para expresarlo con un símil taurófilo).
El libro que estoy leyendo yo ahora mismo trata
señaladamente de otro libro, y por elevación de muchos libros más. Se trata de La memoria más secreta de los hombres, de
Mohamed Mbougar Sarr, un senegalés treintañero al que han premiado con el
Goncourt por la proeza.
Sarr viene a ser un Roberto Bolaño de otro
continente. No es una boutade mía, el
título que ha elegido es una cita de Bolaño en Los detectives salvajes, y sus protagonistas, jóvenes y
prometedores literatos africanos, son otros tantos detectives salvajes que profesan
la religión de un libro determinado, salvífico, cuyo elusivo autor desapareció
sin dejar rastro en las bibliotecas ni en las hemerotecas, y posiblemente viva
aún, o bien en su defecto haya padecido muerte de cruz y ascendido después a
los cielos. La búsqueda del autor perdido y la posibilidad de editar su libro hallado
en el Templo, o bien mantenerlo como un sacramento secreto para los iniciados,
permean una trama de alguna manera disparatada pero muy potente, para emplear el
adjetivo utilizado por mi hijo Carlos, que es quien me lo ha regalado (en
francés, todavía no está lista la versión española).
Solo llevo leídas cien páginas de un total de
464. Esto no es una crítica ponderada, ni un juicio de valor. Tampoco un spoiler. Les dejo con un diálogo de cama
entre un literato joven y una escritora sesentona ya afirmada en el oficio, a
la que él ha acudido en busca de orientación erótico-literaria. La traducción
es mía, y simplemente tentativa. El tema de la conversación es, obviamente, la
literatura:
« ─ …
Convertir cada momento de vida en un momento de escritura. Verlo todo con los
ojos del escritor, y…
─ Ahí
es donde te equivocas. Ahí os equivocáis todos los tipos como tú. Creéis que la
literatura corrige la vida. O la completa. O la sustituye. Es falso. Los
escritores, y he conocido a muchos, siempre han estado entre los amantes más
mediocres que me ha sido dado encontrar. ¿Sabes por qué? Cuando hacen el amor,
piensan ya en la escena en que convertirán la experiencia. […] Cuando les hablo
durante el amor, casi oigo sus “murmuró ella”. Viven en capítulos. […] Los
escritores como tú estáis atrapados en vuestras ficciones. Sois narradores
permanentes. Es la vida lo que cuenta, la obra solamente viene después, y las
dos no se confunden. Nunca. »
Eco, Bolaño, Sarr. Añadan aún un nombre, el de
Iris Murdoch, autora de El libro y la
hermandad, una instructiva parábola acerca de cómo los libros presuntamente
sagrados pueden afectar negativamente a la vida de los conversos.