Todo paisaje humano incluye una materialización muy
visible de trabajo y de cultura, unidos de forma íntima. En la imagen, vista de
la ciudad de Edimburgo.
Está
en la red el número 23 de la revista sindical Perspectiva, accesible desde https://perspectiva.ccoo.cat/category/mon-de-la-cultura-i-del-treball/
Animo
a todas/os a leer el conjunto de pequeños ensayos que incluye, de una gran
sustancia, en torno al tema de la relación entre trabajo y cultura. E incluyo aquí
mi aportación, en la que insisto una vez más en mi concepción del sindicato
como una organización “de” (y no solo “para”) los trabajadores, no solo
defensiva, sino portadora de un proyecto autónomo (una “perspectiva”) de
transformación social avanzada y de humanización del trabajo.
Añado
que el texto fue entregado hace por lo menos mes y medio. De haberlo escrito
ahora mismo, no habría dejado de incluir una mención a la compañera Almudena
Grandes, que tan bien supo plasmar en sus novelas la existencia de una cultura
resistente y emergente de las clases trabajadoras bajo el franquismo más despiadado.
Pido
excusas a todas/os por la extensión y el espesor inusuales de este post.
Procuraré no reincidir con frecuencia en ese vicio.
DEDICATORIA:
En recuerdo y homenaje a Javier Aristu
Uno. La revolución deberá empezar por el lenguaje. La derecha
neoliberal hegemónica ha dado un sentido muy determinado (y sesgado) a
conceptos tales como trabajo, cultura, política, valor, bienestar, historia,
progreso. Desde la izquierda, algunos aceptan la tergiversación siquiera sea
para confrontarse a ella, y todo se vuelve un lío porque, con los significados
que les atribuyen las derechas, todo ese conglomerado señala una dirección
única, dogmática, sin alternativas (TINA). La alternativa solo emerge cuando
los conceptos se resitúan en función de otras realidades y se da vuelo
dialéctico al pensamiento. Resulta entonces que no estamos en el final de la
historia, como nos dicen, sino más bien en el principio de “otra” historia; y
que tampoco existe ninguna clave mágica para la solución de los problemas, sino
que es preciso esforzarse una y otra vez en analizar a fondo lo nuevo, y en
ensayar soluciones innovadoras.
Dos. Se producen equívocos cuando la derecha política y
económica se sirve del lenguaje común para
expresar cosas distintas, retorcer los conceptos y señalar direcciones
únicas sin una justificación suficiente. Una de las maneras de constatarlo
consiste en volver a situarnos mentalmente en los años 2012-2015. ¿Recuerdan?
Zapatero había sido incapaz de manejar la crisis financiera que cayó de pronto
sobre nuestras cabezas a partir de la quiebra de Lehman Brothers, y cedió los
trastos a Rubalcaba, que sufrió un revolcón considerable en las elecciones
anticipadas de 20 de noviembre de 2011. No existía oficialmente Vox, y
Ciudadanos era aún una opción exclusivamente catalana. La derecha consagrada,
el PP heredero de Fraga y de Aznar, recibió la cantidad de 10,7 millones de votos
(44,62% del total) y entró a gobernar con una holgada mayoría de 186 escaños.
El PSOE cosechó sus peores resultados en democracia (después, bajaría más aún).
Mariano Rajoy preparó una muy amplia y dura desregulación laboral (la llamó
“reforma”, ¿ven lo que decía antes de las trampas del lenguaje?), y se
arrellanó en su poltrona dispuesto a gobernar en solitario los próximos mil
años, imponiendo el programa máximo del neoliberalismo mediante el rodillo de
su mayoría absoluta en el Congreso.
En el año 2015, Rajoy anunció que iba a crear 20 millones
de empleos en tres años, para sacar a España de forma definitiva de una crisis
que, en cualquier caso, daba ya por superada.
No se trataba, sin embargo, de 20 millones de puestos de
trabajo, en el sentido que todos dábamos antes a ese concepto. Cada puesto de
trabajo, en efecto, podía dar lugar a dos, tres, siete… empleos sucesivos para
la misma tarea específica. Empleos, casi no hace falta puntualizarlo, precarios,
mal pagados y desprovistos de prevención y de asistencia social.
La propuesta de Rajoy (no fue la única en Europa, en
aquellos años) daba una vuelta de tuerca a la economía clásica. El beneficio de
la empresa dejaba de residir en el resultado (mercancía o servicio) de su
actividad, y se extraía en cambio del proceso mismo, mediante la utilización
abusiva de una fuerza de trabajo muy barata y fácilmente sustituible. La
calidad del producto dejó de tener importancia. Ahora el empresario manejaba, no
un “ejército de reserva” para abaratar la mano de obra, sino toda la mano de
obra disponible, como reserva de sí misma. No había titulares en el terreno de
juego y suplentes en el banquillo, sino un carrusel interminable de entradas y
salidas continuas en la “alineación”, para eludir las normas legales sobre las
cotizaciones. Todos los contratos pasaron a ser “a prueba”, todos temporales, y
el plazo de vigencia indicado para cada prestación se fue acortando, en término
medio, hasta desfigurar por completo el concepto histórico de trabajo. Así, se
llegó a afirmar que en la economía moderna el trabajo había desaparecido. Por
cierto, se cargó la culpa de tal hecho sobre las espaldas de la robótica.
Tres. Vale la pena examinar la relación entre ese trabajo “sin
cualidades”, que promovió el PP gobernante y que sigue siendo el paradigma
ideal que manejan tanto Casado como la FAES, y el concepto de cultura que
abanderaba la derecha entonces, y que tampoco ha cambiado. Yo mismo resumí en
junio de 2015 los diferentes planos de la política cultural del PP, como sigue1:
1) Degradación de la educación pública a través de
recortes drásticos en los presupuestos, combinada con la promoción, a través de
incentivos varios, de colegios y universidades privados, confesionales, de pago
y elitistas, de modo que aseguren no más libertad, sino más ideología basada en
la perpetuación de las desigualdades de renta y de cultura.
2) Enfeudamiento de la información, a fin de asegurar la
docilidad de los medios masivos (los mass
media) a los intereses, las indicaciones y las sugerencias de los centros
neurálgicos del poder económico.
3) Recorte de las subvenciones e imposición de tipos
altos de IVA a los productos, las manifestaciones y los espectáculos
relacionados con el arte y la literatura, lo cual propicia que el terreno
artístico se convierta en coto prácticamente exclusivo de la élite del dinero,
y responda en todo a sus criterios y categorías valorativas. Tal cosa como un
arte popular libre y crítico ni se financia ni se concibe.
Cuatro. En el paradigma neoliberal la relación interna entre
trabajo y cultura es inexistente. El “trabajo” se concibe como una actividad
heterodirigida, realizada siempre a un ritmo frenético, y carente tanto de lógica
interna como de finalidad. La “fuerza de trabajo” se convierte en un fondo
anónimo de actividad descualificada e indiferenciada, mecánica y rutinaria.
Esta característica no afecta solamente al trabajo
físico, sino también al técnico y administrativo. Un “nuevo taylorismo” desgaja
del trabajo la cultura del propio trabajo, y convierte la reflexión consciente
del trabajador sobre su tarea en una serie compleja de automatismos colocados
bajo control cibernético. Se exige del estamento técnico una participación
inteligente y una autonomía de decisión, pero al mismo tiempo se fragmenta y se
limita su “campo de visión”, de modo que dependa en todo de las indicaciones de
los estamentos superiores y de las curvas de eficiencia diseñadas mediante
algoritmos que se mantienen en secreto, como un privilegio exclusivo de la
altísima dirección.
Cinco. En la visión de la derecha, trabajo y cultura son
realidades, no solo distintas, sino contradictorias. Donde hay trabajo, no hay
cultura; donde impera la cultura, el trabajo es un término remoto. Se reproduce
así un esquema clásico de la Roma antigua: trabajo servil versus cultura señorial como otio
cum dignitate.
Pero, en una época en la que llevan mucho tiempo
publicadas y oficialmente vigentes las cartas y declaraciones de derechos del
hombre y del ciudadano, esa neoconcepción neoliberal de una prestación laboral
heterodirigida “pura”, en la que la cultura de trabajo que el operario vuelca
en su tarea tiene un valor igual a cero, no corresponde al nivel político y económico
alcanzado por la humanidad; antes bien, es de naturaleza rigurosamente
ideológica, y está presidida por una lógica burda de dominación arbitraria y de
una desigualdad de oportunidades impuesta e irreversible.
En una concepción de izquierda, por el contrario, cultura
y trabajo son el haz y el envés de la misma realidad. El trabajo es praxis; la
cultura, en tanto que conjunto de saberes acumulados a partir de la praxis,
indica un “deber ser”, una dirección de avance hacia un futuro potencialmente mejor.
En el tándem formado por los dos conceptos, queda
implícito en todo auténtico pensamiento de izquierda un tercer concepto, que es
el de “libertad”. La cultura implica siempre libertad, y el trabajo tiene
sentido y valor (valor de uso y valor de cambio también) en la medida en que es
consciente y libremente asumido. Los propietarios marran el tiro cuando dirigen
sus esfuerzos a hegemonizar la cultura como un patrimonio valioso, y degradar
de forma simultánea el trabajo, que es un ingrediente necesario de esa misma
cultura que quieren separar del contexto mundano, social, para ensalzarla como
una variable autónoma2.
Seis. La cultura entendida como
inseparable del trabajo humano, útil a la sociedad, cargada de futuro al modo
que Gabriel Celaya reivindicaba de la poesía3, es, por supuesto,
“materia sindical”, y debe ser objeto de debate interno por cuanto el
sindicato, hoy, no se conforma con ser una organización subalterna encaminada a
amortiguar las fricciones entre capital y trabajo a través de una concertación
predominantemente salarial.
En un paradigma más antiguo, el sindicato jugaba un papel
de apoyo táctico al partido político de la clase obrera. Era este, el “príncipe
moderno” en formulación de Antonio Gramsci, el que desempeñaba en exclusiva un
papel activo, y protagonizaba la función de organizar y representar, tanto en
la calle como en las instituciones, a la sociedad de la que recibía el voto.
Ese reparto de tareas en la izquierda no sirve ya. El
partido político ha evolucionado y perdido su vocación prometeica; y el
sindicato no puede limitarse a tareas ancilares ni a reivindicaciones meramente
económicas. La autonomía sindical se alza frente a la autonomía política4.
Las dos exploran el mismo territorio, sin exclusiones ni compartimientos estancos.
El sindicato necesita una base cultural propia para abrirse paso en un mundo de
un gran espesor, sin dar palos de ciego. No le bastan los “préstamos
culturales” desde el partido. Lo que no sabes por ti mismo, no lo sabes, como
dice Bertolt Brecht en un poema dedicado a un obrero al que anima a hacerse
preguntas y hacerlas a otros.
Siete. Quizá conviene en este
momento precisar algo más la definición de “cultura”, dado que todo lo que
recibe el nombre de cultura, así en bloque, es un cajón de sastre excesivamente
grande para debatirlo en reuniones sindicales. En un sentido más preciso, se
trataría en primer lugar de la cultura relativa al propio trabajo, eso que
Trentin describía a Togliatti en el texto linkado en la nota 4 al pie de este
artículo. Y en segundo lugar, desde un punto de vista más general, sería algo
que el sindicalista y filósofo italiano Riccardo Terzi, a la sazón secretario
general de la Federación de Pensionistas de la CGIL, formuló del modo siguiente
en una entrevista que le hizo el periodista Salvo Leonardi5: «la capacidad de representar los intereses
generales del país, más allá del lenguaje de una ‘corporación’, de un segmento
social.»
Ocho. El término cultura vale, pues, como horizonte político
general, y no estrictamente de “clase” en el sentido de “parte”. Cultura de
dirección, en los dos sentidos de la palabra “dirigir”, que excluyen, ambos, la
delegación de la iniciativa política en otras organizaciones o instituciones.
Terzi comentaba así a Leonardi la situación de su sindicato, la CGIL: «Su proyecto de autonomía está aún
incompleto. No hay autonomía si no hay una investigación que nutra al sindicato
de las bases culturales que impidan las instrumentalizaciones políticas y las
invasiones de terreno. Ser autónomos quiere decir que se debe tener un soporte
teórico para leer la realidad.»
Y en la misma entrevista citada, añadía Terzi: «Son los cambios extraordinarios de nuestro
tiempo los que reclaman [del sindicato]
una teoría, una visión y una interpretación del mundo.»
Notas
(1)
En la segunda de dos entradas consecutivas de
mi blog sobre el trabajo y la cultura, ver http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2015/06/sobre-el-tandem-trabajo-cultura-y-2.html
(2)
Una
novedad digna de estudio al respecto es la banalización del arte y la
manipulación del mercado artístico en la recentísima “economía de las
plataformas”. El resumen último de la situación sería el siguiente: el mercado
del arte mueve mucho dinero, pero este no beneficia a los creadores, sino a los
comercializadores. La calidad artística no es intrínseca a la obra misma, sino
atribuida desde fuera por marchantes, galeristas, etc. El lector puede
encontrar un apunte sobre el problema en http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2021/09/arte-trabajo-tecnologia-mercado.html
(3)
Coloqué la imagen poética de Celaya como título de un trabajo mío sobre el
trabajo y la cultura, publicado también en “Perspectiva” (nº 4), que puede
servir de introducción a este conjunto de reflexiones. Ver http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2015/10/la-cultura-es-un-arma-cargada-de-futuro.html
(4)
Una
argumentación sobre la “disonancia” que aparece en las relaciones entre
sindicato y partido, puede encontrarla el lector interesado en http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2021/05/el-sindicato-yoconsin-el-partido.html
(5)
La
entrevista fue publicada en “Emilia Romagna Europa” n. 8, julio 2011. Hay
traducción castellana de J. L. López Bulla, ver http://lopezbulla.blogspot.com/2014/08/sindicato-y-cultura.html