Representación simbólica del Poder del Arriba sobre el
Abajo: antesala del templo de Ramsés en Abu Simbel, Alto Egipto. El que se movía no salía
en la foto.
«La
dirección final del Gobierno la marca exclusivamente el presidente del
Gobierno», ha dicho la ministra de Defensa, Margarita
Robles, en declaraciones a La Razón
que leo comentadas en el Huffington Post.
Sin duda Doña Margarita se siente cómoda en esa
tesitura, porque sigue afirmando: «Todos
los demás ministros, sin excepción, tenemos que comprometer todo nuestro
esfuerzo en la tarea de ayudar a que España funcione cada día mejor, dejando de
lado cualquier consideración de tipo personal.»
De esas palabras se deduce que el único que conoce
la forma de que España funcione cada día mejor (oigan, ¿qué es España
exactamente?), es el presidente del Gobierno, el cual, cosas de la democracia
formal, casi en ninguna parte, y desde luego no en España, es elegido directamente
por la ciudadanía. Eso no es bueno ni malo en sí, lo admito sin tapujos, pero
ayuda a establecer cautelarmente ciertas limitaciones y cortafuegos saludables al
poder cuasi omnímodo que Doña Margarita supone concentrado en la persona del
Jefe.
Siempre ha ocurrido que los que mandan
desconfían, no solo de la capacidad del pueblo para saber lo que le conviene
(el pueblo no tiene puñetera idea, es el axioma inexpresado de ese
sentimiento), sino incluso de la capacidad del “círculo de confianza” para
interpretar de forma adecuada las directrices inspiradas del líder, y para
cargar resignadamente con el mochuelo cuando, como suele suceder, las cosas no
salen como se esperaba.
Esa desconfianza se ha expresado de distintas
formas. Don Alfonso Guerra declaró en una ocasión histórica que “el que se mueva
no sale en la foto”. Así ocurrió, desaparecieron de la foto unos cuantos. Don
Alfonso en cambio sigue ahí, con una conducta ejemplar según sus propios
parámetros: es de las pocas personas que han seguido rígidamente inmóviles
mientras todo el mundo se movía a su alrededor.
En los partidos comunistas contábamos con el
mecanismo del centralismo democrático, que ayudó enormemente al colectivo a
sobrevivir en los tiempos oscuros del nazifascismo, pero en cambio acabó con la
organización por la vía rápida tras el final del “comunismo de guerra” y el acceso
a una democracia para la que la norma uniformizadora resultaba contraproducente.
Etcétera. Estamos hablando de un pecado
original del Poder, y es posible rastrearlo en mil y un lugares, incluidos los
restos arqueológicos de Abu Simbel.
Las declaraciones de Doña Margarita disparaban
por elevación contra Yolanda Díaz, ministra como ella, y cabeza de una porción
minoritaria del Gobierno que no está sujeta a ninguna norma interna de
disciplina, sino a un pacto de coalición. Somos muchos los que nos sentimos más
identificados con la contribución de Doña Yolanda a que España “funcione mejor”,
que con la de Doña Margarita, sea esta la que fuere.
En general, y con esto concluyo, somos muchas las
personas que preferimos que las iniciativas políticas circulen de abajo arriba,
a partir de los impulsos surgidos de esa (p.) base que siempre tiene la
desgracia de estar equivocada, según los criterios algo rígidos de nuestras
Margaritas. En su formulación última, necesitada de mayor concreción y de un
esqueleto robusto de normas adecuadas, nuestra posición política podría
llamarse “federalismo”, y estar basada en el principio de subsidiariedad.