En la entrada de la exposición Kál·los (The Ultimate Beauty), nos
recibe la imagen en mármol que tienen sobre estas líneas. No es una pieza “consagrada”
como podrían serlo la Venus de Milo, o la de Cnido, o la Calipigia, u otros cánones
universales de belleza estática, basada en la armonía de unas proporciones
perfectas; sino un remolino que se agita en todas direcciones y nos deja una
impresión de fugacidad.
Pero quizás la fugacidad es la primera
condición de la belleza, de modo que me parece adecuada la elección de Nikolaos
Chr. Stampolidis, supervisor general de la muestra, de abrir el recorrido museístico
con esta pieza en concreto.
Se trata de la Danzarina Laconia encontrada,
hecha pedazos, en la villa de Herodes Ático en Eua, localidad del Peloponeso
que más tarde tomó el nombre de Louka. La figura, con los vacíos interpuestos
en los volúmenes marmóreos como los habría dispuesto un artista de las
vanguardias del siglo XX, se guarda hoy en el Museo Arqueológico de Astros.
Debió de formar parte de un grupo escultórico obra de Calímaco (Kallimachos), datado hacia 420-415 aC, que
ocupó un lugar destacado en un templete próximo al Erecteion, en la Acrópolis
de Atenas. Las guerras en curso por entonces entre laconios (espartanos) y
atenienses debieron de hacer retirar el templo y sus estatuas, y siglos después
Herodes Ático, gran organizador de trabajos públicos y coleccionista riquísimo,
se llevó la figura de la danzarina a una de sus villas.
El punto que importa para la reflexión estética
es que la muchacha está dando un salto. Vean ese pie en el aire, buscando el
siguiente apoyo en el suelo para completar una figura de danza. Ella viste un
peplo laconio, con aberturas en los costados para facilitar el movimiento, y un
manto que en ese momento revolea a sus espaldas siguiendo el torbellino provocado
por sus movimientos. El peplo se ha descolocado al saltar, y deja relumbrar al
aire un muslo desnudo hasta la cintura.
Un pie tanteando el aire, un manto que revolea,
el relumbre de un muslo, se conjugan en un instante apenas, mágico, que provoca
un ¡oh! de asombro. La belleza no es eterna sino instantánea, en su origen. Es
el artista, en este caso Calímaco, quien la apresa para convertirla en eterna. Lo
mismo hizo siglos más tarde Leonardo, con aquella sonrisa fugitiva.