Woody Allen se quedó con Afrodita, siguiendo la
misma inclinación de Paris un montón de siglos antes, cuando este la eligió
para darle la manzana con la inscripción “a la más bella” que la diosa de la
discordia, Eris, había recogido del Jardín de las Hespérides.
De haberme llamado yo Paris (o Woody, para el
caso) Rodríguez de Lecea, y de darse la casualidad de que viviera en las laderas
del Monte Ida en los tiempos de Mari Castaña, y si me hubiera tocado a mí el
encargo malicioso de Hermes de dar la manzana de oro a la diosa de mi gusto, no
habría elegido a Afrodita (demasiado obvia), ni a Hera (demasiada adulación a
la Jefa), ni a Atenea (demasiado académica, para mi gusto algo montuno).
Ártemis, la Diana romana, habría sido la diosa
de mi predilección. Su belleza no es ensimismada, sino transitiva. No busca
impresionar al mirón, sino al contrario (lo diga Acteón, que presumió en la
taberna de haberla visto bañarse desnuda y fue arrasado por la furia desatada
de la divinidad). La belleza de Ártemis es de orden práctico; no hay en ella ni
un átomo de postureo, y su arreglo vestimentario está estrictamente dirigido a
los objetivos que pretende en cada momento. Se desviste junto a sus ninfas a la
hora del baño (es el momento preferido de los pintores voyeurs del rococó, como lo fue el del malogrado Acteón), pero en
el momento de batir el monte va como la vemos en la imagen de arriba (imagen mediocre,
lo siento, es una foto hecha con el móvil de una lámina del catálogo de la exposición Kal·los, que visité el lunes pasado).
La estatua es una copia romana de mármol, del
siglo I aC probablemente, copia de un original griego del IV aC. Fue hallada en
una villa urbana de Mesene, en el Peloponeso. La diosa se ha arremangado el
quitón (la túnica) dejando un pliegue profundo sobre el vientre, para tener libertad
de movimientos de rodillas para abajo. Lo ha hecho por el
procedimiento de anudarse a la cintura el himatión (el manto), de modo que este
sostenga el pliegue del quitón en su lugar. Va calzada con unas botas
magníficas, y lleva los cabellos recogidos en un moño apretado, para evitar que
algún rizo se le enrede en el ramaje. Se apoya en el tronco de un árbol, en la
mano izquierda sostiene un arco, y la derecha se dirige al carcaj que lleva a
la espalda, para seleccionar una flecha. El rostro muestra concentración, el
dibujo de la boca es firme. Los expertos señalan afinidades en la cara y el
peinado con la Afrodita de Cnido, obra de Praxíteles, pero yo no les haría
mucho caso. Así en Cnido como donde fuera, Afrodita se envolvía en enigmas para
aparecer más bella; Ártemis en cambio desdeñaba la opinión y se ocupaba estrictamente
de sus asuntos, sin rodeos innecesarios ni fastidiosos tiempos muertos.
Son dos arquetipos. Yo venero a Afrodita, cómo
no, pero admiro más a Ártemis, por más que sé que, si me entretuviera en dedicarle un piropo, ella me mandaría a hacer gárgaras sin dudarlo.
Así es Ártemis, mírenla. Se apoya en el tronco de
un árbol, pero no es por necesidad de reposar sino por afinar con más seguridad
la puntería.