“Las cariátides (al fondo)”, fotografía de Carmen Martorell.
Todo a la vista. Posamos Carles y yo, con la fotógrafa haciéndonos a los tres un
selfie en la Acrópolis,
con el Erecteion (la tribuna de las cariátides a la derecha, las columnas a la izquierda) como
telón.
Funcionó la conjunción
astral, y pudimos reunirnos en Atenas todos los protagonistas de la familia:
los dos abuelos, los dos hijos con sus respectivas parejas, y los dos nietos ya
crecidos. Habíamos querido celebrar nuestras bodas de oro en Venecia, en abril
de 2020. Todo estaba reservado, y todo falló por el asalto arrasador del covid.
La cuarentena ─cincuentena, si la referimos a años de convivencia─ se ha
prolongado año y medio, y el punto de encuentro ha variado también en bastantes
kilómetros hacia el este, a lo largo del Mediterráneo.
La comilona fue
opípara, compartida en una intimidad estricta. Todo en casa, aunque no todo
casero. Mucha alegría, que según dicen dura poco en casa del pobre pero se ha mantenido
firme durante dos días. Ganas de charlar largo y tendido, de comunicar a fondo.
Vimos ayer la
exposición Kal·los (The Ultimate Beauty) en
el Museo Cicládico. Para Carmen y para mí, era repetición de programa. Nos gustó
más incluso que la primera vez.
Y esta mañana hemos
subido con Carles a la Acrópolis, y repetido comida en casa, con una fuente de
macarrones a la boloñesa.
Ahí se ha acabado el “todo
x ocho”, porque mañana ya se van Carles y Karina. Cierro la crónica sentimental
con una fotografía, esta de Carles, que se remonta al verano de 2009, con dos
de los protagonistas de las recientes veladas: mi nieto Mihail haciendo de patito detrás
de Mamá Pata Karina.