Monumento a Sancho Panza en Madrid.
En Cataluña, la CUP está vendiendo el pescado
del voto presupuestario demasiado caro, de modo que el president Aragonès busca colaboración bona fide fuera del orden cerrado del 52% ficticio.
Siguiendo una táctica puesta ya en práctica
antes con éxito relativo (solo convence a los que ya estaban convencidos), ha
declarado aborrecer al grupo socialista hasta el extremo de estar dispuesto a morir
antes que pecar; pero en cambio, aceptaría el voto de los Comuns, a los que
adjudica sibilinamente la función del caballo troyano que se introduce con nocturnidad
en el corazón de la fortaleza, de tapadillo. Es un recurso elegante para
conseguir que los socialistas estén pero no estén en el experimento: de cara a
la galería, mientras los ojos no lo ven, el corazón no lo siente. ¿Qué puede
salir mal?
Lo digo en serio. Una de las muchas hipótesis
que corren por ahí sobre Don Quijote, es que nunca estuvo loco sino que se
hacía el loco. De ese modo podía darse el lujazo de desfacer entuertos sin que
vinieran prestos a prenderlo los de las mangas verdes, y lo metieran en un
calabozo (Cervantes había pasado bastante tiempo en un calabozo ─en Argel los
llamaban “baños”─, y sabía que no era ninguna broma). Bueno, el acometer a un
pacífico molino llamándole “gigante desaforado” es esa forma de hacerse el loco
en la que es experto el joven Aragonès. Quizá sea esa la razón de que no quiera
colocar una estatua de Don Quijote en la Barceloneta. Se le vería demasiado el llautó.
Tampoco nada puede salir mal en ese acercamiento
oblicuo del governet a la oposición
socialista, mientras va dando gritos de que nunca jamás porque es horrible. Lo
mismo, salvando las distancias, hizo Don Quijote, aunque a él sí le salió mal el
expediente, en definitiva. Se enredó con las aspas, una fatalidad improbable.
Cuando se hubo cansado de recibir palizas de
todos lados a pesar de hacerse el loco a la perfección, declaró Don Quijote que
ya no estaba el alcacel para zampoñas y se volvió a la aldea de cuyo nombre no
quería acordarse, con Sancho, con el rocín y se supone que con el ama, el cura
y el barbero.
Triste final, pero ejemplar. Háganle esa
estatua a Don Quijote frente a la playa, carambas. Posdata, incluyan también a
Sancho Panza y su rucio. No hay mejor retrato posible de la grey
independentista, siempre escandalizada por las intemperancias del amo, pero
decidida a seguir la peripecia para conseguir alguna ínsula perdida, de un modo
u otro.