Alice Munro, la quintaesencia de la elegancia en la forma
de recibir un Premio Nobel de Literatura
Je
vivais à l'écart de la place publique
Serein,
contemplatif, ténébreux, bucolique
Refusant
d'acquitter la rançon de la gloire
Sur
mon brin de laurier je dormais comme un loir
G.
BRASSENS, ‘’Les trompettes de la renomée’
Mario Vargas Llosa, distinguido ya en el mundo
de las élites con el Nobel de Literatura, ha dado un gran paso adelante desde
el borde mismo del abismo y ha ingresado en la Académie Française, según leo en la prensa de hoy.
Hay honores que sepultan una biografía. Don
Mario no escribe en francés, es el primer literato incluido en la Académie cuya obra (muy considerable, no
es ese el punto) no se declina en la lengua de Molière, como dice Lluís Bassets
en El País; en la lengua de la Grandeur
de Charles De Gaulle, añadiría yo.
La pura verdad es que no le hacían falta al
escribidor peruano ni la nacionalidad española sobreañadida, ni las bodas
famosas con la Niña Isabel, ni en rigor el Premio Nobel, aunque este cabe clasificarlo
entre los gajes del duro oficio de escribir: a unos se lo dan y a otros no, y
si te toca la china lo más elegante que puedes hacer es aceptarlo con una
sonrisa (en lugar de bizquear horrorizado como hizo Jean-Paul Sartre), y luego no acudir a recogerlo
excusándote en la mala salud, que es lo que hizo exactamente Alice Munro, y yo
la admiré más aún por eso.
El Nobel tiene un pase, la señora Preysler
difícilmente, y lo de la Académie es
un borrón terrible. No hacía ninguna falta, la nómina de “inmortales” (les llaman
así, de veras) estaba completa, nadie había cometido aún la excentricidad de
colarse donde nadie le llamaba, y no por algún mérito peregrino relacionado con
la institución, sino únicamente por la tentación de figurar.
A quien está en los sitios solo para figurar, se
le llama “figurón”. La definición de la Real Academia, a la que Vargas Llosa
también pertenece (en este caso con grandes méritos propios), y que en
consecuencia suscribe, es la siguiente: “Persona
a la que le gusta presumir o aparentar ser y tener más de lo que es y más de lo
que tiene.”
En el siglo pasado, un grupo de artistas de
vanguardia, entre ellos señaladamente Salvador Dalí, dieron en llamar “putrefactos”
a los pintores que se esforzaban en trabajar según los criterios de la Académie, con la esperanza de ingresar en ella y de paso conseguir
medallas, accésits o diplomas en las exposiciones oficiales; es decir, en los “Salones”.
En el XIX, el siglo del “Salón” y la “Academia” por excelencia, el relumbrón de
la composición histórica, religiosa o mitológica, y la grandilocuencia de los
héroes, santos o nínfulas de carnes rosadas, que aparecían en gran formato y por lo general con
los ojos en blanco y las manos alzadas al cielo, inspiraron el calificativo popular
de “pompier” (pomposo, “bombero” en su sentido literal) para ese género de
arte.
Vargas Llosa es el último pompier que se atreve a aparecer como tal en la escena cultural.