Dirk Bogarde en ‘Muerte en Venecia’, filme
de Luchino Visconti (1971) sobre el relato del mismo título de Thomas Mann.
El secretario general de
la ONU, el entrañable António Guterres, nos ha conminado a todos los humanos vivos
del planeta a «dejar de cavar nuestra propia tumba». Es algo que, obviamente, solo
nosotros mismos podemos dejar de hacer. Mientras, la epidemia del covid se ha
llevado ya las vidas de cinco millones de personas en el mundo, según un
estudio de la Universidad Johns Hopkins. Las cifras más elevadas corresponden a
Estados Unidos, India y Brasil, creo que por este orden. Toda esa gente no se
cavó por sí misma su sepultura, nada de eso, pero contó para el brillante
resultado final con la ayuda inapreciable de sus mandatarios, en particular Donald
Trump y Jair Bolsonaro, que insistieron en que todo era un fake hasta que ellos mismos cayeron enfermos. Después, supongo que harían un Eme punto Rajoy. O sea, vengo a imaginar que declararían, más o menos: “Todo es un fake, salvo alguna cosa.”
Boris Johnson ha hecho lo
mismo en Gran Bretaña, e Isabel Ayuso en la Comunidad de Madrid. Aquí la tasa
de mortalidad ha ascendido un 40%, el último año. Mucho, para ser solo “alguna
cosa”.
En cualquier caso, no es
al covid a lo que se refiere Guterres, sino a la lucha contra el cambio
climático y sus secuelas. Hay mucha tela que cortar por ese lado, las encuestas
de opinión muestran que, mientras una gran mayoría de gente se muestra
favorable a que su gobierno tome medidas drásticas contra la contaminación, en
cambio no quiere que se suba el precio de los carburantes con plomo que utiliza
para mover un coche particular al que no está dispuesta a renunciar en ningún
caso.
Es obvio, entonces, que
nos estamos cavando nuestra propia tumba. El tema despierta, además, cierto
morbo en la psicología colectiva. Es un chicken
game, ¿hasta dónde nos atreveremos a llegar, y quién va a ser el primero en
rajarse? La erupción del volcán de La Palma está suponiendo una catástrofe para
muchas personas que lo han perdido todo en la tremenda sacudida sísmica. Sí,
pero las agencias de viaje están multiplicando por diez el número de viajeros
que transportan al lugar porque quieren ver la catástrofe de cerca.
Somos así. Estamos
convencidos de que el mayor espectáculo del mundo solo puede ser el fin del
mundo, y no estamos dispuestos a perdérnoslo por caro que resulte. Solo es
cuestión de ir cavándose la tumba en cómodos plazos. En los años de la deterrence, teníamos un subidón de
adrenalina cada vez que se agriaban las relaciones entre el Kremlin y el
Pentágono y se palpaba la posibilidad de que asomasen por la abertura superior
de sus silos subterráneos las cabezas atómicas de los grandes misiles intercontinentales.
Sí, el resultado iba a ser funesto pero, como espectáculo, oigan, el no va más.
Ahora la cosa va de menos
estruendo y más melancolía. Estaríamos dispuestos a viajar a una Venecia con acqua alta para afrontar allí una peste
insidiosa que acabara con nosotros, siempre que contempláramos en esa hora
final la belleza sin tacha de un rapaz con fondo musical de Mahler.
Pero no va a hacer falta que
vayamos a ninguna parte, la peste vendrá a por nosotros a domicilio y just in time, a menos que hagamos caso a
don António y dejemos de cavar resignadamente nuestra propia tumba.
No sé si seremos capaces
de tanto. Estamos demasiado domesticados por una rutina que prima por encima de
todas las cosas el consumo privado, y desprecia la salud pública; demasiado
adoctrinados en la consigna del TINA, “no hay alternativa”.
Por si fuera poco, en
España contamos además con un Tribunal Constitucional dispuesto a echar abajo cualquier
declaración de estado de alarma dictada por el gobierno, y a imponer por la
brava la libertad absoluta de que cada cual se cave con sus propios medios
privados su sepultura: los ricos el mausoleo en mármoles, las clases medias el nicho
de ladrillo, y a los indigentes que no pueden costearse ni siquiera un hoyo en
condiciones, que les den, que aquí no estamos para hacer caridad con nadie.