El joven príncipe recibe escamado las muestras de afecto de
su madre y su padrastro, delante de toda la corte. Algo olía a podrido en
Dinamarca. (Fotograma de “Hamlet”, de Lawrence Olivier, 1948)
No son solo los parlamentarios, obligados a
votar el enjuague que situará en la cúspide del poder judicial a un par de
indeseables: todo el país tiene que taparse la nariz por el hedor compacto, tenaz,
consistente, que despide nuestra clase política. Nos habíamos reído demasiado
de Pablo Casado, el hombre de los másters inventados, de la sede reformada en
b, de las complicidades turbias con las escuadras ultras, del forcejeo impúdico
con Ayuso (otro retal de la misma tela) por el padrinazgo excluyente de todo el
tinglado mafioso.
Pues Casado, surgido de la ciénaga, ha
conseguido encenagar a todos. Los dos jueces elegidos con los votos de la izquierda
son sus poderes, y los exhibe con la misma impudicia con que el cardenal
Cisneros mostró los suyos hace cinco siglos.
Suscribo lo que dice sobre este tema el maestro
López Bulla en su blog. Nos advierte de que su opinión es “del todo irrelevante”;
la mía lo es más, incluso. No es ese el punto, sin embargo, sino el hecho de que,
al votar como lo hace, el grupo parlamentario socialista «es responsable del conjunto del Tribunal Constitucional, no sólo de
los suyos. Más todavía, es responsable de la calidad democrática de todo el
Tribunal Constitucional.»
Ahí le duele. Si de lo que se trataba era de “desbloquear”
el funcionamiento normal del tribunal, se ha hecho un pan como unas hostias.
Algunos partidarios del gobierno de coalición alegan que no importan los detalles, sino conseguir que los
“nuestros” sean más que los de “ellos”. Oigan, ¿qué talante democrático es ese,
cuál es el respeto que nos merecen las instituciones, es que de lo que se trataba
era de contar con un poder judicial obediente, y no competente?
Ha sido peor que un crimen (parafraseo a
Fouché, que la sabía larga en esta clase de historias): ha sido un error. No
excluyo que sea un error debido a una sana impaciencia, a un exceso de celo o
de entusiasmo; pero ya se sabe a dónde conducen en definitiva los caminos
empedrados de buenas intenciones. Nuestra clase política huele hoy a podrido
más aún que el castillo de Elsinor en la época en la que el príncipe Hamlet
andaba sumido en un mar de dudas. Esperemos que, al cabo de los cinco actos, la
historia no acabe del mismo modo.